Lara
—Le enviamos tres cartas —repite la chica.
—Las he visto y sé que me he retrasado en un par de ocasiones a la hora de hacer los pagos.
—Según nuestros datos, han sido cinco veces —me corrige.
Lo expresa con dulzura, casi como si odiase tener que hacerme esto. Aprieto los dientes y suelto el aire despacio por la nariz. Mi cara cansada me devuelve la mirada en el espejo que tengo en la habitación. El morado bajo los ojos hace que estos destaquen aún más y contribuye a que mi parecido con un personaje de Tim Burton aumente.
—¿Cinco? —dudo.
Maldita sea, pensaba que habían sido menos.
—Sí, eso es lo que nos consta. Aunque, no se preocupe, ¿sabe que puede optar a otro tipo de ayudas? —indica infundiéndole esperanza a su voz.
—Lo he intentado, me puse en contacto con la trabajadora social para ello.
—¿Y ha tenido problemas con ella?
—No, no con ella. Es que algunos de los documentos que me piden pueden llegar a tardar en expedirlos meses —replico frustrada.
—Ya... —murmura bajito—. ¿Y alguno de sus familiares no podría echarle una mano mientras tanto con su abuela?
—Nosotras... —Trago saliva al notar la garganta de pronto seca y tirante—. Nosotras estamos solas. Somos ella y yo.
El suspiro que suelta la funcionaria me hace sentir aún peor.
—Sé que perder la plaza del centro de día le va a dificultar mucho las cosas, pero...
—¿Dificultar? —respondo con aspereza para acto seguido morderme la lengua.
Estoy pagando esto con quien no tiene la culpa, lo sé.
—Yo entiendo que esta es la peor de las circunstancias para usted, soy muy consciente, pero solo puedo decirle que vuelva a presentar la documentación. La trabajadora social debería señalar su caso como preferente y, tras un estudio por parte del tribunal de su situación financiera, familiar y el estado de salud de su abuela, se le podrá otorgar una ayuda u otra. —Hace una breve pausa antes de añadir—: Ojalá pudiese hacer algo más por usted.
Esto habría sido mucho más sencillo si me hubiese tocado una administrativa borde, una que me hubiera gritado o negado la ayuda; sin embargo, sé que está intentando consolarme como buenamente puede.
—Si tiene alguna otra consulta que hacerme...
—No..., gracias por todo.
—Espero que encuentre una solución pronto, de verdad se lo digo.
Cuelgo.
El cóctel de emociones que me recorre el cuerpo no tarda en transformarse en lágrimas. Parpadeo con fuerza y aparto las que escapan de mi control. No puedo dejarme vencer por el pánico, no hay tiempo para ello, lo que necesito es aclarar mis pensamientos, algo que me resulta imposible con el murmullo incesante del televisor de fondo. La idea de subirla para que la abuela no me escuchase ahora me da dolor de cabeza. Me limpio la cara y trato de relajar la expresión para que no note nada. Salgo del cuarto y me dirijo al salón. Frunzo el ceño al encontrarme su sillón de terciopelo rosa vacío.
—¿Abuela? —la llamo—. ¿Abuela? —repito mientras me dirijo a la cocina—. ¿Doña Carmen? —pruebo al ver que tampoco está allí.
Cada vez es más normal que no me reconozca y que me confunda con alguna de las auxiliares que la atienden en el centro, por lo que en muchas ocasiones debo llamarla por su nombre. Recorro la casa. No hay rastro de ella por ningún lado. La presión en el pecho aumenta cuando una mala corazonada lo atraviesa. Avanzo hasta la entrada y me encuentro la puerta de la calle medio abierta. El grito sale sin poder controlarlo.
—¿¡Abuela!?
No pierdo el tiempo y cojo deprisa las llaves, el móvil y la cartera. Cierro y escucho el eco de los goznes de dos puertas chirriar a mis espaldas.
—¿Lara? —Olimpia asoma preocupada. Mi amiga lleva su pelo cobre recogido en una coleta y del cuello le cuelgan un par de auriculares grandes.
—Se ha ido.
No tengo que aclarar de quién se trata. Intercambia una mirada con Irene que, asomada desde la otra puerta y con un delantal puesto, arruga el ceño.
—Me he distraído con la llamada por lo del centro y al salir... —La voz me falla—. Chicas, no está en ninguna parte de la casa y no sé cuánto tiempo lleva fuera.
—Eh, calma, calma, salimos a buscarla contigo. Dame un segundo para avisar a mi madre y que esté pendiente por si regresa al edificio —dice Irene resolutiva y vuelve a meterse dentro.
Olimpia se acerca a mí y apoya las manos sobre mis hombros.—La vamos a encontrar.
—No entiendo cómo se me ha podido olvidar cerrar con llave. Siempre cierro, joder.
—Tía, llevas unos días muy estresantes, tranquila.
—Si le vuelve a pasar lo de la otra vez...
—Aleja ese pensamiento —me riñe sin perder el cariño—. Estará bien, tampoco le pasó nada grave.
—Doce puntos, fueron doce puntos.
Olimpia tuerce el morro y niega con la cabeza. Sé que le da rabia que sea tan dura conmigo misma, aunque se lo trague para no hacerme sentir peor.
—Vámonos —apremia Irene, que aparece a nuestro lado tras despedirse de su madre.
Bajamos las escaleras volando. Mis rodillas tiemblan por el nerviosismo y, al llegar a la calle, busco en mi mente posibles lugares a los que haya podido ir.
—Lo mejor será dividirse —señala Irene.
—Vale, sí —apruebo—. Olimpia, prueba en el mercado; Irene, la avenida principal, por si alguien la ha visto, quizá ha vuelto a intentar subirse a algún autobús o bien ha terminado en el metro.
Ambas asienten y no dudan a la hora de correr para buscar a mi abuela. Las observo marcharse un par de segundos. Ellas no lo saben, pero hace tiempo que me habría derrumbado si no las tuviese en mi vida. Aparto el sentimentalismo de mi cabeza y trato de mantenerme serena. Recorro la parte antigua del barrio, la que hay al cruzar el parque y que en estos momentos parece una zona bélica: edificios casi derruidos y, desde hace un par de semanas, un vallado nuevo porque, supuestamente, van a intentar retomar las obras que dejaron a medias hace más de diez años.
Si me he decantado por esta zona es porque el abuelo tenía el taller aquí. Tras verse obligado a cesar de trabajar como obrero por una caída que lo dejó cojo de una pierna, abrió un pequeño taller de carpintería, aunque no pocas fueron las veces que hizo de albañil, fontanero y electricista para quien lo necesitase en el barrio. Y la abuela estuvo ahí con él cada hora libre que tenía. Cuando la enfermedad empeoró y comenzó a escaparse de casa y a perder la noción del tiempo, este se volvió uno de sus sitios de peregrinación.
Atravieso un enorme descampado lleno de montañas de escombros y basura en la actualidad, pero que en un pasado no tan lejano acogió a cientos de familias. Tengo cuidado de no caer en ninguno de los hoyos y avanzo todo lo rápido que me permiten las piernas. Dejo a mi izquierda un par de contenedores que hacen de oficina para la obra y rodeo una excavadora. Conforme me aproximo a la callejuela en la que estaba el taller, distingo un par de bultos al fondo. Reconozco de inmediato a la abuela, cuya bata rosa destaca entre el gris y la arena que nos rodea.
—¡Abuela! —la llamo. Ella no se gira, sigue hablando animadamente con su interlocutor. Eso no me detiene, todo lo contrario, me hace acelerar el paso—. ¡Doña Carmen!
El chico levanta la cabeza cuando llego y me quedo a pocos pasos de ellos, tratando de recobrar el aliento. No le presto atención, sino que recorro con la mirada a la abuela para ver si se encuentra herida.
—Está bien —explica él con una voz grave pero suave que me hace mirarlo.
Es alto y delgado, o puede que sea ese abrigo negro el que juega con la perspectiva. Su pelo castaño brilla con reflejos dorados, pero si tuviese que destacar algo de él me decantaría por sus ojos azules, demasiado azules —si es que alguien puede tener los ojos demasiado azules—, y que me contemplan enormes tras unas gafas de montura metálica apoyadas en una nariz grande y torcida.
Una sensación extraña atraviesa las palmas de mis manos, un hormigueo que me alerta, pero no sé de qué. Quizá sea el hecho de que este joven no encaja nada en el barrio. No me hace falta repasar su indumentaria para saber que respira dinero, algo que por aquí no ocurre. Estas calles son demasiado pobres para que este desconocido ande vagando por ellas con unos zapatos que seguro que cuestan mi sueldo de un par de meses.
—¿La conoces? —pregunta la abuela.
Corto el contacto visual con él y me dirijo a ella.
—Soy yo, Lara.
—¿Lara? —duda.
Su mirada recorre mi rostro. Las arrugas se marcan más alrededor de sus ojos y los labios se estrechan en una fina línea. Trata de reconocerme y es evidente que le cuesta. Me mantengo quieta, pese a la imperiosa necesidad de rodearla en un abrazo. De repente, abre mucho los ojos.
—Larita —dice y alarga una de sus manos hacia mí. Yo la cojo con cariño—. ¿Qué hago aquí? ¡Y con mi bata puesta delante de este muchacho! —Se lleva la mano al pelo—. Al menos no llevo los rulos. —El chico esconde una sonrisa—. ¿Me he vuelto a ir? —cuestiona.
El arrepentimiento en su voz crea un enorme agujero en mitad de mi pecho. No quiero ver esa expresión en su rostro, no quiero que la sensación de ser una carga la inunde.
—No pasa nada, lo importante es que estás bien.
La rodeo con los brazos y, si bien ella me imita, puedo sentir su cuerpo rígido por la culpa. Cruzo la mirada con el improvisado acompañante de la abuela y él me dedica una mueca amable.
—Gracias —digo.
—No hay por qué darlas —responde rápido. La abuela agacha la cabeza cuando rompemos el abrazo, como una niña pequeña arrepentida por su comportamiento—. Además, la charla que mantenía con doña Carmen ha sido muy interesante. —Estas palabras hacen que ella alce la vista.
—Gracias —repito.
Sus ojos se clavan en los míos y me sorprende ver la calidez que hallo en ellos.
—Será mejor que nos vayamos.Le cedo el brazo a la abuela para que se agarre y nos despedimos. Tengo cuidado de llevarla por las zonas más llanas del camino y de sostenerla con firmeza.
—Larita, siento mucho haberme ido.
—Abuela, no tienes que pedir perdón. No es algo que hagas a voluntad.
—Eso es lo que me da más rabia.
—Centrémonos en que no ha pasado nada grave y tú estás bien.
Echo un vistazo por encima de mi hombro y compruebo que el chico aún nos mira.
—Es guapo, ¿eh?
—¡Abuela!
—¿Qué pasa? Mira, hija, se me irá la cabeza para algunas cosas, pero no para esto.
—Anda, vamos para casa.
—Vamos, vamos, pero bien que no me lo niegas.
Suelta una leve carcajada. Me alegra ver que la desazón que la inundaba hace unos segundos se ha evaporado y vuelve a ser la mujer llena de humor y luz que conozco tan bien. Miro una última vez a la silueta negra antes de perderla de vista y niego con la cabeza porque la abuela tiene razón, es guapo, muy guapo. Y lo reconozco porque sé que no volveré a verlo.