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 Hacía muchísimo que no me pasaba por aquí, pero seamos sinceras, sabemos que al final siempre regreso. Porque soy de las que, cuando le gusta algo (o más bien necesita algo, como yo necesito escribir), siempre regresa.

Y es gracioso, porque hoy vengo a hablar de ciclos, de cómo vuelven y cómo cada vez vuelven más rápido, el cómo tengo la sensación de que no paramos de consumir a un ritmo tan fugaz que una ya no puede disfrutar del momento, del instante, del ahora.

Que esto lo diga yo tiene delito, porque la gente que me conoce sabe que soy de las que lo tiene que tener todo planeado, de las que cuando alguien le ofrece un plan de la nada debe mirar la agenda y darse cuenta de que lo tiene complicado. Porque sí, una disfruta demasiado planificando y teniendo seguridad en lo que vendrá (un fuerte aplauso por mi ansiedad, la maldita me hace pasar por una persona organizada, cuando en realidad necesito ese orden estricto para no perderme por el camino).

Aunque quizá precisamente por eso también soy un poco la más indicada para escribir esto. Porque cuando alguien que planifica todo en su vida, te dice que te estás adelantando demasiado a los acontecimientos, quizá deberías pararte a pensar un poco en ello, ¿no? Un segundo, o dos, no te voy a robar más (bueno, lo que tardes en leerte esta entrada en el blog).

Y es que últimamente tengo la sensación de que me están robando las estaciones, el tiempo, el ahora.

Estamos a finales de agosto, pero desde que empezó prácticamente el mes ya tengo a gente a mi alrededor pidiendo que llegue Halloween y, los más histriónicos pidiendo que llegue ya Navidad. Vivo en una constante pelea con las horas del día, que se me escapan como la arena fina de la playa entre las manos y el ver a gente querer adelantar el tiempo me pone mal, muy mal. 

No sé si es que cada vez soy más consciente de la rapidez del paso de los años y de cómo en un parpadeo pasamos de estar a principios de siglo y ahora, de pronto, estoy más cerca del 2030 que del 2000... Puede que sea la crisis de los 30 que no para de azotarme a izquierda y derecha, pero... a veces me gustaría que el tiempo fuese más despacio. 

Ojalá poder volver a ser pequeña, tener seis años y recuperar esa sensación de tiempo dilatado. Antes el verano era eterno, había tantas cosas por hacer, que llegaba a aburrirme; el otoño era largo y las semanas de vuelta al cole eran tediosas y a la vez que emocionantes; sin embargo, nada duraba tanto como los inviernos y sus Navidades. El tiempo era mío, disfrutaba del ahora, de cada pequeño instante y hora del día (y aquellos días sí que eran largos).

Por eso llevo un mes entero riñendo a la gente, porque aún queda verano, quiero que quede verano. Quiero que lo disfrutemos, quiero que volvamos a vivir cada estación, cada mes, cada semana centrados en ese pequeño ahora. No quiero saber nada del otoño ni de Halloween hasta finales de septiembre o principios de octubre porque quiero coger la estación con todas las ganas del mundo. Quiero que cuando llegue la época en la que la hojas se vuelvan naranjas, se llenen las mañanas del rocío frío y regrese mi adicción al té con leche, tenga esa agradable sensación de que no me estoy adelantando, de que estoy en el momento, de que vivo en el ahora. Quiero que cuando llegue diciembre me recorra esa emoción infantil al ver las luces y visitar los mercadillos artesanales. Sentir que cada día de diciembre me acerca a una cuenta atrás que no me ahoga, sino que disfruto y quiero hacer pequeños planes en los que bebo chocolate caliente, como castañas y me quejo de lo lleno que está el centro de Madrid, tanto que es imposible caminar.


Quiero vivir cada evento cuando se merece y como se merece, quiero disfrutar del contraste de cada estación y disfrutar del paso del tiempo, no quiero pararlo presa del pánico constante de que me quedo sin él, de que tengo un enorme reloj que me está robando poco a poco cada pequeña oportunidad sin darme cuenta.

Quiero vivir de ahoras.

Así que, calma y tranquilidad. Disfrutad de lo que queda de verano, exprimidlo, porque sí, vendrán otros veranos, pero no serán este y puede que no los volváis a compartir con las mismas personas.



S. 🌸




 ¡Muy buenas tardes!


Como bien se ha votado en mi perfil de Instagram, os dejo por aquí el prólogo y el primer capítulo de Flores de Papel. Espero que lo leáis y que me comentéis qué os parece (también añado la Nota de Autora, por prudencia, aunque en este extracto no vais a encontraros ninguno de los desencadenantes).


FLORES DE PAPEL

Silvia Ferrasse


Nota de la autora. Advertencia de contenido sensible

Antes de que te embarques en esta aventura, tengo que advertirte de que la siguiente historia contiene escenas relacionadas con el maltrato infantil y el abuso de sustancias. Si esto despierta en ti algún tipo de recuerdo o no crees que sea bueno para tu salud mental leer sobre ello en este momento, te invito a que dejes reposar estas páginas y regreses a ellas más adelante, cuando cuentes con las herramientas adecuadas para hacerles frente y poder disfrutar de su lectura. Hasta entonces te mando toda la fuerza del mundo y espero que nuestros caminos se vuelvan a cruzar. 

          Para las personas que decidís seguir adelante, deseo haber plasmado lo mejor posible ambas cuestiones. Sé y entiendo que cada caso es diferente y que no todas las situaciones se dan del mismo modo ni terminan igual. Esta es solo una de las muchas realidades que desearía que no existiesen. Sin mucho más que decir, aquí te dejo Flores de papel.




Prólogo

Lara 

En el fondo, todo lo que queremos es amor. Es fascinante su maleabilidad, las formas que adopta según quiénes seamos y el momento en el que estemos: admiración, reconocimiento, lealtad, pertenencia, amistad, sexo... Perseguimos el amor porque sabemos que una vida sin él no merece la pena. Es por eso por lo que revisitamos nuestro pasado una y otra vez, volvemos a los instantes en los que ese amor nos rodeaba; pero también, y soy de las que piensan que con más asiduidad, regresamos a los periodos en los que nos fue arrebatado. 

          En mi caso revivo un 10 de octubre con la enfermiza necesidad de quien busca encontrar el porqué de las cosas. El cielo amaneció gris, con esa odiosa claridad que hace entrecerrar los párpados y que parece clavarse como una pequeña aguja en los ojos hasta rozar el cerebro. Mamá me levantó con cinco besos, en la frente, en la barbilla, en la mejilla derecha y luego en la izquierda para terminar en la nariz. Me vistió mientras papá preparaba el desayuno para los tres dejando impregnada la casa del olor a tostadas quemadas porque era incapaz de no distraerse con las noticias. Esa era la rutina la mayoría de los días. 

          Papá y mamá trabajaban en las afueras de Madrid, por lo que me dejaban en casa de los abuelos todas las mañanas. Eran diez minutos de trayecto en coche. Dos canciones y media. Siempre dos canciones y media. Es curioso que mi último recuerdo de ese coche sea una melodía que no terminó nunca. Supongo que todo el mundo se marcha con una canción que no acaba. Ellos lo hicieron. 

          No pude despedirme, no tuve la oportunidad. Fueron un par de abrazos rápidos en la calle antes de que se subiesen al coche y desaparecieran por la esquina. 

          El reloj marcaba las ocho y diecisiete minutos cuando dos pares de ojos se cerraron para no volver a abrirse. No fue hasta casi mediodía que llamaron para avisar de lo ocurrido. La abuela estaba sola, pero sus gritos rasgaron ensordecedores la tranquilidad de la vida de extrarradio y alertaron a los vecinos. Esa tarde no me recogió ella del colegio, ni el abuelo, lo hizo la señora Paca, que vivía enfrente y cuya nieta compartía clase conmigo. 

         Al cruzar el umbral de la puerta de los abuelos, sentí la pesadez en el ambiente. Por primera vez, entendí que el duelo no es ajeno a los sentidos. Es oscuro, frío, huele a flores, suena a llantos y en la punta de la lengua te deja un extraño sabor metálico. En su momento, me dijeron que los ángeles se los habían llevado y miré aquel cielo gris que me hizo daño en los ojos. Comencé a llorar. 

         Los presentes pensaron que era porque lo había entendido, porque yo, a mis tiernos siete años, comprendía lo que significaba morirse, morirse de verdad. No estar en el cielo como ese inocente pensamiento infantil. En realidad, no fue eso. Ese día me quedé huérfana. 

          Ese 10 de octubre me quedé huérfana. Perdí mi primer y más puro amor, aquel que durante ese corto periodo de vida mis padres tanto se encargaron de mostrarme y apareció la primera piedra del muro, el primer bastión de defensa. Aquel día nació la chica de piedra.



Primera parte

La chica de piedra





1. Burocracia


Lara 

—Le enviamos tres cartas —repite la chica. 

          —Las he visto y sé que me he retrasado en un par de ocasiones a la hora de hacer los pagos. 

          —Según nuestros datos, han sido cinco veces —me corrige. 

          Lo expresa con dulzura, casi como si odiase tener que hacerme esto. Aprieto los dientes y suelto el aire despacio por la nariz. Mi cara cansada me devuelve la mirada en el espejo que tengo en la habitación. El morado bajo los ojos hace que estos destaquen aún más y contribuye a que mi parecido con un personaje de Tim Burton aumente. 

          —¿Cinco? —dudo. 

          Maldita sea, pensaba que habían sido menos. 

          —Sí, eso es lo que nos consta. Aunque, no se preocupe, ¿sabe que puede optar a otro tipo de ayudas? —indica infundiéndole esperanza a su voz. 

          —Lo he intentado, me puse en contacto con la trabajadora social para ello. 

          —¿Y ha tenido problemas con ella?  

          —No, no con ella. Es que algunos de los documentos que me piden pueden llegar a tardar en expedirlos meses —replico frustrada. 

           —Ya... —murmura bajito—. ¿Y alguno de sus familiares no podría echarle una mano mientras tanto con su abuela? 

           —Nosotras... —Trago saliva al notar la garganta de pronto seca y tirante—. Nosotras estamos solas. Somos ella y yo. 

           El suspiro que suelta la funcionaria me hace sentir aún peor. 

           —Sé que perder la plaza del centro de día le va a dificultar mucho las cosas, pero... 

           —¿Dificultar? —respondo con aspereza para acto seguido morderme la lengua. 

           Estoy pagando esto con quien no tiene la culpa, lo sé. 

           —Yo entiendo que esta es la peor de las circunstancias para usted, soy muy consciente, pero solo puedo decirle que vuelva a presentar la documentación. La trabajadora social debería señalar su caso como preferente y, tras un estudio por parte del tribunal de su situación financiera, familiar y el estado de salud de su abuela, se le podrá otorgar una ayuda u otra. —Hace una breve pausa antes de añadir—: Ojalá pudiese hacer algo más por usted. 

           Esto habría sido mucho más sencillo si me hubiese tocado una administrativa borde, una que me hubiera gritado o negado la ayuda; sin embargo, sé que está intentando consolarme como buenamente puede. 

          —Si tiene alguna otra consulta que hacerme... 

          —No..., gracias por todo. 

          —Espero que encuentre una solución pronto, de verdad se lo digo. 

         Cuelgo. 

         El cóctel de emociones que me recorre el cuerpo no tarda en transformarse en lágrimas. Parpadeo con fuerza y aparto las que escapan de mi control. No puedo dejarme vencer por el pánico, no hay tiempo para ello, lo que necesito es aclarar mis pensamientos, algo que me resulta imposible con el murmullo incesante del televisor de fondo. La idea de subirla para que la abuela no me escuchase ahora me da dolor de cabeza. Me limpio la cara y trato de relajar la expresión para que no note nada. Salgo del cuarto y me dirijo al salón. Frunzo el ceño al encontrarme su sillón de terciopelo rosa vacío. 

         —¿Abuela? —la llamo—. ¿Abuela? —repito mientras me dirijo a la cocina—. ¿Doña Carmen? —pruebo al ver que tampoco está allí. 

         Cada vez es más normal que no me reconozca y que me confunda con alguna de las auxiliares que la atienden en el centro, por lo que en muchas ocasiones debo llamarla por su nombre. Recorro la casa. No hay rastro de ella por ningún lado. La presión en el pecho aumenta cuando una mala corazonada lo atraviesa. Avanzo hasta la entrada y me encuentro la puerta de la calle medio abierta. El grito sale sin poder controlarlo. 

         —¿¡Abuela!? 

         No pierdo el tiempo y cojo deprisa las llaves, el móvil y la cartera. Cierro y escucho el eco de los goznes de dos puertas chirriar a mis espaldas. 

         —¿Lara? —Olimpia asoma preocupada. Mi amiga lleva su pelo cobre recogido en una coleta y del cuello le cuelgan un par de auriculares grandes. 

         —Se ha ido. 

         No tengo que aclarar de quién se trata. Intercambia una mirada con Irene que, asomada desde la otra puerta y con un delantal puesto, arruga el ceño. 

         —Me he distraído con la llamada por lo del centro y al salir... —La voz me falla—. Chicas, no está en ninguna parte de la casa y no sé cuánto tiempo lleva fuera. 

         —Eh, calma, calma, salimos a buscarla contigo. Dame un segundo para avisar a mi madre y que esté pendiente por si regresa al edificio —dice Irene resolutiva y vuelve a meterse dentro.

         Olimpia se acerca a mí y apoya las manos sobre mis hombros.—La vamos a encontrar. 

         —No entiendo cómo se me ha podido olvidar cerrar con llave. Siempre cierro, joder. 

         —Tía, llevas unos días muy estresantes, tranquila. 

         —Si le vuelve a pasar lo de la otra vez... 

         —Aleja ese pensamiento —me riñe sin perder el cariño—. Estará bien, tampoco le pasó nada grave. 

         —Doce puntos, fueron doce puntos. 

         Olimpia tuerce el morro y niega con la cabeza. Sé que le da rabia que sea tan dura conmigo misma, aunque se lo trague para no hacerme sentir peor. 

          —Vámonos —apremia Irene, que aparece a nuestro lado tras despedirse de su madre.

          Bajamos las escaleras volando. Mis rodillas tiemblan por el nerviosismo y, al llegar a la calle, busco en mi mente posibles lugares a los que haya podido ir. 

          —Lo mejor será dividirse —señala Irene. 

          —Vale, sí —apruebo—. Olimpia, prueba en el mercado; Irene, la avenida principal, por si alguien la ha visto, quizá ha vuelto a intentar subirse a algún autobús o bien ha terminado en el metro. 

           Ambas asienten y no dudan a la hora de correr para buscar a mi abuela. Las observo marcharse un par de segundos. Ellas no lo saben, pero hace tiempo que me habría derrumbado si no las tuviese en mi vida. Aparto el sentimentalismo de mi cabeza y trato de mantenerme serena. Recorro la parte antigua del barrio, la que hay al cruzar el parque y que en estos momentos parece una zona bélica: edificios casi derruidos y, desde hace un par de semanas, un vallado nuevo porque, supuestamente, van a intentar retomar las obras que dejaron a medias hace más de diez años. 

           Si me he decantado por esta zona es porque el abuelo tenía el taller aquí. Tras verse obligado a cesar de trabajar como obrero por una caída que lo dejó cojo de una pierna, abrió un pequeño taller de carpintería, aunque no pocas fueron las veces que hizo de albañil, fontanero y electricista para quien lo necesitase en el barrio. Y la abuela estuvo ahí con él cada hora libre que tenía. Cuando la enfermedad empeoró y comenzó a escaparse de casa y a perder la noción del tiempo, este se volvió uno de sus sitios de peregrinación. 

           Atravieso un enorme descampado lleno de montañas de escombros y basura en la actualidad, pero que en un pasado no tan lejano acogió a cientos de familias. Tengo cuidado de no caer en ninguno de los hoyos y avanzo todo lo rápido que me permiten las piernas. Dejo a mi izquierda un par de contenedores que hacen de oficina para la obra y rodeo una excavadora. Conforme me aproximo a la callejuela en la que estaba el taller, distingo un par de bultos al fondo. Reconozco de inmediato a la abuela, cuya bata rosa destaca entre el gris y la arena que nos rodea. 

          —¡Abuela! —la llamo. Ella no se gira, sigue hablando animadamente con su interlocutor. Eso no me detiene, todo lo contrario, me hace acelerar el paso—. ¡Doña Carmen! 

          El chico levanta la cabeza cuando llego y me quedo a pocos pasos de ellos, tratando de recobrar el aliento. No le presto atención, sino que recorro con la mirada a la abuela para ver si se encuentra herida. 

         —Está bien —explica él con una voz grave pero suave que me hace mirarlo. 

         Es alto y delgado, o puede que sea ese abrigo negro el que juega con la perspectiva. Su pelo castaño brilla con reflejos dorados, pero si tuviese que destacar algo de él me decantaría por sus ojos azules, demasiado azules —si es que alguien puede tener los ojos demasiado azules—, y que me contemplan enormes tras unas gafas de montura metálica apoyadas en una nariz grande y torcida. 

         Una sensación extraña atraviesa las palmas de mis manos, un hormigueo que me alerta, pero no sé de qué. Quizá sea el hecho de que este joven no encaja nada en el barrio. No me hace falta repasar su indumentaria para saber que respira dinero, algo que por aquí no ocurre. Estas calles son demasiado pobres para que este desconocido ande vagando por ellas con unos zapatos que seguro que cuestan mi sueldo de un par de meses. 

         —¿La conoces? —pregunta la abuela. 

         Corto el contacto visual con él y me dirijo a ella. 

         —Soy yo, Lara. 

         —¿Lara? —duda. 

         Su mirada recorre mi rostro. Las arrugas se marcan más alrededor de sus ojos y los labios se estrechan en una fina línea. Trata de reconocerme y es evidente que le cuesta. Me mantengo quieta, pese a la imperiosa necesidad de rodearla en un abrazo. De repente, abre mucho los ojos. 

         —Larita —dice y alarga una de sus manos hacia mí. Yo la cojo con cariño—. ¿Qué hago aquí? ¡Y con mi bata puesta delante de este muchacho! —Se lleva la mano al pelo—. Al menos no llevo los rulos. —El chico esconde una sonrisa—. ¿Me he vuelto a ir? —cuestiona. 

         El arrepentimiento en su voz crea un enorme agujero en mitad de mi pecho. No quiero ver esa expresión en su rostro, no quiero que la sensación de ser una carga la inunde.

         —No pasa nada, lo importante es que estás bien. 

         La rodeo con los brazos y, si bien ella me imita, puedo sentir su cuerpo rígido por la culpa. Cruzo la mirada con el improvisado acompañante de la abuela y él me dedica una mueca amable. 

          —Gracias —digo. 

          —No hay por qué darlas —responde rápido. La abuela agacha la cabeza cuando rompemos el abrazo, como una niña pequeña arrepentida por su comportamiento—. Además, la charla que mantenía con doña Carmen ha sido muy interesante. —Estas palabras hacen que ella alce la vista. 

          —Gracias —repito. 

          Sus ojos se clavan en los míos y me sorprende ver la calidez que hallo en ellos. 

          —Será mejor que nos vayamos.Le cedo el brazo a la abuela para que se agarre y nos despedimos. Tengo cuidado de llevarla por las zonas más llanas del camino y de sostenerla con firmeza. 

          —Larita, siento mucho haberme ido. 

          —Abuela, no tienes que pedir perdón. No es algo que hagas a voluntad. 

          —Eso es lo que me da más rabia. 

          —Centrémonos en que no ha pasado nada grave y tú estás bien. 

          Echo un vistazo por encima de mi hombro y compruebo que el chico aún nos mira. 

          —Es guapo, ¿eh? 

          —¡Abuela! 

          —¿Qué pasa? Mira, hija, se me irá la cabeza para algunas cosas, pero no para esto. 

          —Anda, vamos para casa. 

          —Vamos, vamos, pero bien que no me lo niegas. 

          Suelta una leve carcajada. Me alegra ver que la desazón que la inundaba hace unos segundos se ha evaporado y vuelve a ser la mujer llena de humor y luz que conozco tan bien. Miro una última vez a la silueta negra antes de perderla de vista y niego con la cabeza porque la abuela tiene razón, es guapo, muy guapo. Y lo reconozco porque sé que no volveré a verlo.

 ¡Hola a todo el mundo! ❀


Releyendo la espera se hace menos dura

Ahora que llega el buen tiempo y la primavera nos abraza con días más largos y cálidos, mi mente me ha recordado la sensación de total confort que tuve el año pasado mientras veía Heartstopper y... ¡me la he vuelto a ver!

La serie fue un total éxito desde el minuto uno e hizo que los libros que, ya habían triunfado, lo hiciesen a nivel global de nuevo y esta vez arrastrando escenas plano a plano comparativas de la serie. Recuerdo estar expectante el día que salió y vérmela de un tirón porque no quería que esa sensación calma, placentera y bonita me abandonase. 

Si bien es cierto que la serie trata temas tan dolorosos como el rechazo, el miedo a vivir nuestra sexualidad, el miedo a salir del armario, la homofobia o la transfobia, lo hace con tanta delicadeza que entiendo que, en especial la gente más joven, hiciese de la serie su vida durante meses. Este es el tipo de producto audiovisual que considero que en los últimos años se ha querido menospreciar, pero que gracias a Heartstopper se demostró que los adolescentes no quieren un Élite (al menos no todos...) y sobre todo, la comunidad LGTBQ+ no quiere que todo producto en el que están involucradas sexualidades no normativas trate siempre las situaciones con una atmósfera gris de rechazo y de sufrimiento. 

Nick y Charlie en una de mis escenas favoritas

Creo que ahí reside gran parte de la magia de las novelas gráficas de Alice Oseman, en que nos da un ejemplo lleno de luz, un ejemplo que apoya a la población más joven a vivir sus relaciones no heterosexuales con la misma cantidad de purpurina y el mismo candor. Basta ya de historias tristes, el colectivo necesita más historias así: dulces, optimistas (pero sin caer en lo ridículo), visionarias y que llenan a quien las consume de una esperanza infantil que te hace ver que hay luz, mucha luz.

Supongo que por eso esta semana en la que he notado de verdad que entrábamos en la primavera, el cuerpo me ha pedido dejar un poco de lado mis documentales sobre asesinatos reales (que es lo que más consumo en mi día a día) y ha decidido que quería iluminar mis tardes viendo los episodios de Hearstopper y disfrutando de las mariposas adolescentes que surgen cuando un producto es tan bueno que sientes las emociones de sus personajes como propias.

Ay... Os juro que esta serie es una de mis comfort series y que podría verla sin parar hasta que llegue la segunda temporada y si sale todo bien, lo hará este mismo año. ¡Crucemos los dedos para que sea cuanto antes porque necesito más de Charlie y de Nick!

Elle y Tao ♡


Mientras tanto, siempre nos quedarán los edits de la serie, la banda sonora que la acompaña y hace aún más especial; y los libros. Los que he estado releyendo tras cada capítulo y devorado con el mismo cariño que la primera vez que los leí.

Necesito más de este chute de adrenalina suave, de esa energía que calienta el corazoncito y te hace admirar la belleza de piezas tan delicadas como esta.

¿Habéis visto la serie? ¿Y leído los libros?

Si aún no habéis descubierto el mundo de Heartstopper, yo desde aquí solo os puedo decir que es un SÍ en mayúsculas.


¡Os leo en los comentarios!


Con amor,

S. 

Que el año 2022 ha sido (al menos hasta la fecha) el peor año de mi vida no es ningún secreto.

¿Cómo de malo ha sido? 


Lo suficiente como para poder calificarlo del peor año de mi vida, lo cual puede parecer un acto de absoluta ingenuidad con mi juventud (lo pongo en cursiva porque para gran parte de la sociedad el estar a dos meses de los 30 años hace que ese concepto se elimine de mi definición), pero que de momento se ha ganado a pulso, un pulso puñetero que minó mi salud mental a tal extremo que tuve que pedir ayuda.

 Bueno, no me las voy a dar, no la pedí, me vi obligada a aceptarla cuando en el período de una semana me dieron tres ataques de ansiedad tan grandes que terminé en urgencias medicada porque pensé que me moría.

Sin embargo, este no es un post hablando de la importancia de pedir ayuda, ni de la salud mental; no, este es un post de cierre de año y de inicio del siguiente.

Sí, ya lo sé, hace días que estrenamos el 2023, pero los cierres de año creo que es mejor hacerlos después de las fiestas navideñas. ¿Por qué? Por el hecho indiscutible de que al final el pensamiento de estar en un nuevo año no arranca hasta que no volvemos a la rutina. 

Si echo la vista atrás, comencé el 2022 con muchas ilusiones puestas en lo que podría ser el año, en las aventuras que quería llevar a cabo, los viajes, los nuevos retos; pero entonces llegó febrero y el gran parón. 

O más bien el Gran Parón. 

Así, como si fuese una guerra; bueno, como si fuese no, como lo que fue: una Guerra Mental.

Me convertí en el fantasma de lo que un día fui. 

Pasé de ser la pizpireta Silvia a la depresiva Silvia. 

Necesitaba huir de lo que acontecía en mi cabeza, de los pensamientos, de los reproches que vertía sobre mí misma por no haber sido lo suficientemente fuerte, de las rutas a callejones sin salida que había en mi mente, de las pesadillas; y también de lo que había fuera: las caras de pena, la preocupación, la necesidad de que estuviese bien, de los ¿qué tal hoy?.

Y me encerré en el gris oscuro, el más oscuro que había presenciado hasta el momento, rozando el negro con las yemas de mis dedos.

Lo bueno del gris es que aunque sea un 90% negro, tiene blanco.

Y de ese 10% que me quedó blanco un 9% fue la gente que me rodeó, pero ese 1%, ese 1% que me salvó fue el blanco del papel.

No hablo solo de los libros, hablo también de la pintura, del dibujo, de la escritura... de la mera posibilidad de crear algo de cero, del mejor de los blancos: el blanco de una idea, de un sueño, de una pequeña mecha.

Con el mejor de los blancos, vino entonces el mejor negro sobre blanco que existe: las palabras.

Tanto las escritas por otros, como las que sangraron mis dedos. Las palabras y su magia, su capacidad de crear nuevos mundos, de alterar en el que vivimos; las palabras que lograron definir lo que me pasaba, aquella retahíla de pensamientos que fluctuaba sin un orden concreto y que estaban acabando conmigo.

Del 2022 me quedo con ese 10% constituido en su mayoría por personas, pero que me hizo respirar con sus letras. Podría darle las gracias al año que dejo atrás, no obstante, prefiero no hacerlo y guardarle algo de rencor, pese a que en su final mejoró mucho y ha hecho que arranque parte de este 2023 con la ilusión restaurada, de nuevo, gracias a las personas y a las letras.

Al 2023 no le pido grandes cosas, no me hacen falta. Me quedo con las pequeñas y con la posibilidad de que mi gris gane algunos puntos de blanco, que deje de ser tan gris oscuro y sea un poco gris perla, que brille entre los toques amargos.


Lo que le pido al 2023 es más letras negras sobre blanco y este es el primer paso y testigo de lo que me propongo.


Con amor,


S.

 

Tengo complejo de Mr. Darcy. No, no es que sea un joven adinerado que piensa que todo el mundo a mi alrededor goza de una inferioridad nata y de que solo unos pocos logran cruzar la línea de la perfección.


Tengo complejo de Mr. Darcy porque las palabras se me atascan en la punta de la lengua cuando más deben salir. Porque preferiría describirte en cien mil palabras todo el dolor que alguien me ha causado a simplemente decirte: “Le quise, y a él le dio miedo”. Porque, pese a que la mayor parte de personas se quedan con su frialdad, con la manera en la que desprecia al resto, Mr. Darcy siempre me cautivó porque lo entendí.

Tengo complejo de Mr. Darcy porque me he visto reflejada en todos sus defectos.

Sí, defectos.

Relee “Orgullo y prejuicio” si lo necesitas para darte cuenta de que Mr. Darcy era más como un gato asustadizo, asocial, al que le disgustaban los ambientes plagados de personas falsas, que sufrió por ver a su hermana pequeña con el corazón roto; pero que aun así, fue lo suficientemente misericordioso como para no buscar venganza, sino solo buscar proteger a su familia.

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Mil veranos bajo la tormenta de tu cuerpo Mil veranos bajo la tormenta de tu cuerpo
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En este blog podrás encontrar recomendaciones de libros, series, películas, música, eventos y reflexiones de la mano de su creadora, Silvia Ferrasse a la que puedes conocer en redes sociales como @Silthesia.


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