Lo siento, pero las redes sociales no son la vida real

 Existe un fenómeno al que llevo enfrentándome muchos años, diría que desde los dieciséis, cuando empecé mis andanzas por foros y blogs literarios. Es un fenómeno que, con la llegada de redes sociales, se ha vuelto cada vez más acusado y que observo más y más cada día que pasa.

Y es que, en las redes sociales todo el mundo sonríe, todo el mundo es muy amable, todo el mundo es interesante, ingenioso, importante. Todo el mundo respeta a los demás... hasta que sales a la calle. Porque basta enfrentarte con estas personas en el día a día y ver que esos seguidores, esos likes, esas visualizaciones, no sirven de nada cuando tienen que comportarse como una persona decente. La vida real no entiende de métricas, de engagement, de lo bien que poses en una foto con tu perfecta sonrisa blanca. La vida real solo entiende de gestos, palabras y educación. Lo que cuenta es si sabes decir «Buenos días» cuando llegas a un sitio o si te sale un simple «Gracias» cuando dentro de un evento alguien te ayuda.

El postureo digital es una performance bien ensayada. 

Las sonrisas en las fotos no cuestan nada, pero saludar al camarero que te pone el café, a la chica que te abre la puerta o tratar al resto de personas que tienes a tu alrededor con los mínimos de la educación social, parece que para algunos es un esfuerzo titánico. Es ahí donde se ve la diferencia entre quien se cree que es el protagonista de una historia hueca que se crea pixel a pixel, y quien entiende que ser educado no es opcional: es la base.

A la gente de la vida real no le importan tus vídeos, tus frases motivadoras, ni tu llanto falso —muy falso—; lo único que se lleva la gente de ti cuando te conoce es tu educación, tu respeto. Qué fácil sonreír a la cámara y qué difícil parece ser amable cuando no hay likes de por medio. Es como si algunos pensaran que la buena educación es un accesorio, algo que se activa solo cuando da rédito social —o económico—. Pero no funciona así. La educación es un hábito, una forma de estar en el mundo que no necesita testigos. O la tienes siempre, o no la tienes nunca.

Y esa es la gran diferencia entre la pose y la persona. Entre lo que se ve en pantalla y lo que se siente cuando hablas con alguien de verdad. Porque en la vida real, lo que nos hace importantes no son los números, sino la forma en la que tratamos a los demás. La cortesía mínima. El respeto esencial.

Por eso, cuando una persona se pierde entre los números digitales de su grandeza, se empequeñece en la vida real. Por eso, lo único que nos queda es el saludo, la sonrisa; y no... no te pido que seas falso, no te pido que sonrías a quien te cae mal o a quien te ha hecho daño. No hace falta y este texto no va de eso.

Va de quienes piden —casi— pleitesía porque ellos son los de los 50.000, 100.000 o 500.000 seguidores. De esas personas que estando en la misma habitación que tú, por muy grande o pequeña que sea, son incapaces de reconocer a otros a no ser que el número de sus seguidores sea igual o superior. 

Las redes son un circo de espejos: devuelven la imagen que queremos dar, no la que somos; eso es cierto... pero, al final del día, todas las máscaras se caen, todas las actuaciones palidecen y salen a la luz las verdades. 

Así que sí... puedes seguir montando el circo, vendiendo que tu vida —la que subes a internet—, es mucho más interesante que la real. Puedes seguir jugando a ser la estrella de tu propio reality, pero cuando salgas al mundo real, recuerda que ahí tus números no impresionan a nadie. Lo que importa es cómo hablas, cómo escuchas, cómo saludas. Cómo haces sentir al resto.

La vida no es un feed de fotos perfectas. Es un cúmulo de pequeños gestos que no tienen filtro. Y si no entiendes eso, no importa cuántos seguidores tengas, sigues estando muy lejos de lo que significa ser alguien de verdad. 




Nos leemos,






P.D: Lo «gracioso» de todo este texto es que lo han inspirado no los desplantes que me han hecho a mí, sino los que he visto en los últimos meses hacia terceras personas. 

















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