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Silthesia


























Hace unas semanas me salió en TikTok el vídeo de una chica que hablaba de un tema sobre el que llevo leyendo y viendo vídeoensayos desde hace unos meses, con cada vez más asiduidad. Si quieres que te confiese mi teoría sobre el porqué este tema es cada vez más relevante, no es tanto por el algoritmo —que también—, sino porque es un fenómeno que se está dando más y más, ¿la razón?

Nos encaminamos hacia un nuevo período de incertidumbre económica y política en el que la gente de a pie sufrimos por llegar a fin de mes, mientras que al meternos en redes sociales vem

os a personas —que hasta hace nada eran como nosotros— alardear ahora de unos lujos y opciones de vida a los que probablemente nunca podamos acceder. Lo cual causa indignación, incluso malestar, y lleva a que darle al botón de unfollow sea algo que se hace con rabia, puede que hasta con un poco de tristeza, pero siempre sabiendo que esa persona que aparentemente conocimos una vez y con la que podíamos tener una relación parasocial de igualdad y entendimiento, ya no está. Es otra. 

¿Cómo hemos llegado a esto de nuevo? Sí, esta no es la primera ola de desconexión influencer que vivimos desde que las redes sociales dan dinero. 

Muchos de los influencers que actualmente tienen una gran comunidad se alzaron en un principio como voces de lo cotidiano. Personas que, como tú y como yo, compartían su día a día desde su habitación, que te contaban lo que habían comprado en el súper o que bien nos enseñaban su rutina de trabajo. Nos hablaban a través de vídeos improvisados, stories de momentos clave de su día o posts sin filtros en los que te contaban alguna que otra cosa personal. Su poder residía en eso, en ser reales, cercanos, un reflejo de nuestras propias vidas; y gente a la que entendíamos y con la que podíamos empatizar porque eran nuestros compañeros digitales en estos tiempos que corren. 
Sin embargo, el ser relatable, tener una personalidad atrayente o bien un par de vídeos virales —lo cual no es nada fácil pese a las asunciones que hacen ciertas personas que poco o nada entienden de las redes sociales—, han hecho que ganen seguidores, con ellos han llegado las marcas, los contratos… y muchos de esos influencers primigenios se han convertido en algo que, paradójicamente, ya no reconocemos. Los mismos que nos hacían sentir uno más de su pandilla de amigos, hoy exhiben unas vidas inalcanzables, rutinas de lujo, casas con enormes piscinas, viajes constantes, prendas de marca que suponen la mitad de nuestro sueldo anual o experiencias que están reservadas a unos pocos, muy muy pocos. Se transforman en una versión digital de las celebrities clásicas, una versión vacía, solo cáscara. 

¿Qué es lo que ha pasado con estos influencers? 

 Existe un fenómeno al que llevo enfrentándome muchos años, diría que desde los dieciséis, cuando empecé mis andanzas por foros y blogs literarios. Es un fenómeno que, con la llegada de redes sociales, se ha vuelto cada vez más acusado y que observo más y más cada día que pasa.

Y es que, en las redes sociales todo el mundo sonríe, todo el mundo es muy amable, todo el mundo es interesante, ingenioso, importante. Todo el mundo respeta a los demás... hasta que sales a la calle. Porque basta enfrentarte con estas personas en el día a día y ver que esos seguidores, esos likes, esas visualizaciones, no sirven de nada cuando tienen que comportarse como una persona decente. La vida real no entiende de métricas, de engagement, de lo bien que poses en una foto con tu perfecta sonrisa blanca. La vida real solo entiende de gestos, palabras y educación. Lo que cuenta es si sabes decir «Buenos días» cuando llegas a un sitio o si te sale un simple «Gracias» cuando dentro de un evento alguien te ayuda.

El postureo digital es una performance bien ensayada. 

Las sonrisas en las fotos no cuestan nada, pero saludar al camarero que te pone el café, a la chica que te abre la puerta o tratar al resto de personas que tienes a tu alrededor con los mínimos de la educación social, parece que para algunos es un esfuerzo titánico. Es ahí donde se ve la diferencia entre quien se cree que es el protagonista de una historia hueca que se crea pixel a pixel, y quien entiende que ser educado no es opcional: es la base.

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