Distancia Focal: 27. Idas y venidas

 

Me toma un par de minutos ser consciente de lo que me está confesando Julia. Se quiere ir. Quiere alejarse. Si bien no deseo que se marche… recordar lo mal que lleva desde que Mateo dejó de quedar con ella y la tristeza que ha bañado su rostro en las últimas semanas, hace que me replantee seriamente qué decirle.

—Si es lo que crees que mejor te va a venir… solo te puedo decir que espero que te lleves mucha ropa de abrigo, ya sabes que allí estos meses de invierno son criminales.

Mi hermana se levanta para abrazarme y dejo que me apriete contra ella con fuerza. Parpadeo rápidamente para evitar que las lágrimas que asoman a mis ojos caigan y trato de controlar la desazón que me consume.

—Eso quiere decir que solo te quedan dos días aquí —digo al separarme.

—Sí. Me marcho en el mismo vuelo que mamá, el que sale el veinticinco por la noche.

Asiento.

—Entonces habrá que lograr que esta noche sea la mejor Nochebuena de la historia y mañana el mejor día de Navidad del siglo.

Sonríe complacida con mi apoyo y pasamos la mayor parte de este veinticuatro de diciembre preparando su maleta. Mis abuelos son los que peor llevan la noticia y pillo a mi abuelo mirándola con un deje de añoranza anticipado por la marcha de su nieta mayor.

Al llegar la noche, cenamos con la televisión de fondo, en donde los números musicales amenizan nuestra velada y nuestra familia se encarga de hacer un repaso de Nochebuenas pasadas, en las que mi hermana y yo éramos pequeñas.

Atesoro el instante en mi memoria. Es extraño dar por sentado ciertas cosas cuando una es pequeña y darte cuenta, conforme vas creciendo, que puede que no se repitan, que son demasiado efímeras y preciadas en el tiempo.

Solo cuando hemos recogido y limpiado todo me permito ver el teléfono mientras tomamos un poco de té y comemos algunos pasteles. Los mensajes de feliz Navidad de mis contactos inundan todas mis redes sociales, aunque solo me detengo en un par de ellos. Los de Lola, Emma, Ginés y Gaia.

Con esta última continúo la conversación, pues justo cuando mi madre y mi hermana se marchen, ella vendrá a pasar con nosotros unos días. Es curioso cómo el saber que en nada estará aquí, solo hace que aumenten mis ganas por verla y se despierte mi ansiedad por hacer planes y enseñarle la ciudad.

 

G: ¿Y hay noticias del señor arrumacos en el almacén?

 

Yo: Sin noticias y tampoco las quiero. Ya te dije que fue un error lo que pasó en el almacén, la medicación ha debido de afectarme cognitivamente.

 

Por supuesto que le conté a Gaia lo que ocurrió con Luque. Es la única persona que lo sabe, tenía que contárselo y, ahora que lo menciona, el recuerdo de los labios de Elio sobre los míos me pone la piel de gallina. Lo que más me fastidia es que el muy capullo besa de muerte. Sabía exactamente qué hacer, cómo hacer y dónde tocar.

Solo con un beso.

Arrastrada por un impulso, me meto en Instagram y busco su perfil. La foto que me sacó ya no está, me hizo caso y la borró, aunque eso crea una extraña sensación de vacío en mi estómago. Hasta hace nada yo estaba aquí, en esta galería de momentos, en su visión del mundo.

Yo ya no formo parte, pero sí que hay un par de nuevas imágenes. La primera de ellas son las figuras de un hombre y una mujer que bailan en lo que parece un salón. Juraría que son sus padres, pese a que no se ven sus caras, pero una puede ver la complicidad que hay entre la pareja. Además, la luz cálida que los envuelve hace de la instantánea algo íntimo y a la vez muy público, como si el resto del mundo no pudiese perderse el amor que hay ahí representado, como si fuese casi un pecado que la gente no disfrutase de ellos.

La siguiente, que ha subido hace apenas una hora, es de él. Bueno… no se le ve la cara, es una foto en la que puede apreciarse la forma de sus labios, su mentón y la parte superior de su tronco. Lleva puesta una camisa blanca y… una corbata verde que reconozco al instante.

Recuerdo la tarde en la que se presentó en la tienda y el momento justo en el que se la até alrededor del cuello. En aquel instante, solo quise matarlo, pero ahora que observo el pedazo de tela alrededor de su cuello, el pensamiento es muy distinto. Cruza por mi mente cómo sería tirar de ella, para besarlo y…

¡Maldito sea!

No he podido ser tan tonta, no he podido caer en sus trucos baratos de chico malo. ¡Soy más inteligente que eso! Yo no me dejo atrapar por chulos prepotentes, pero es que sabe cómo meterse bajo la piel y también cómo tocarla…

¡Jimena!

La única explicación lógica es que los médicos se hayan equivocado y sí que tenga algún tipo de lesión en el cerebro por culpa del golpetazo con el maldito hierro del puesto. O puede ser la medicación. Seguro que es la medicación. Porque la otra alternativa sería que…

G: Yo creo que te pone cachonda. Siempre que hablamos lo traes a colación, no será que bajo esas capas de odio se esconde algo más, ¿no? Algo como… que te gusta.

 

Leo el mensaje de Gaia y el corazón se me acelera. Eso es imposible. ¿Es imposible?

***

 Está claro que cuanto más quiere una que se detenga el tiempo, más rápido corre. Son las diez y media de la noche y estamos en el aeropuerto de Málaga mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Esta vez a la despedida de mi madre, tengo que sumar la de Julia y empiezo a echarla de menos desde el instante en el que cruzamos las puertas y nos metemos en la terminal.

El ir y venir de la gente es caótico. Por momentos, es imposible hasta caminar, lo cual no ayuda a que mi desazón mejore, sino que la empeora notablemente.

—Pues aquí estamos —señala mi padre—. ¿Seguro que tienes todo lo que necesitas?

Lo cierto es que no soy la única que está llevando la marcha de mi hermana algo regular.

—Eso creo… —responde Julia con una medio sonrisa que no dura mucho en su rostro.

—Cualquier cosa que se te haya olvidado, la podemos comprar en Londres, por eso no te preocupes —indica mi madre, que observa con atención las pantallas en las que se va dando la información sobre el embarque—. Oh, mira, ahí están nuestros mostradores.

Las acompañamos a que hagan el chek-in, que se eterniza, y nos hace correr por mitad de los pasillos para que lleguen al control de seguridad con la hora bastante pillada.

—Ha llegado el momento de la despedida de verdad —anuncio, procurando que no se note que odio esta sensación.

Me despido de Julia con una abrazo cariñoso y puedo ver en ella una paz que me tranquiliza. Esto es lo que quiere, esto es lo que necesita y yo no se lo puedo negar, por mucho que la quiera a mi lado. Julia tiene que sanar.

Cuando me toca despedirme de mi madre, ella cuela su cabeza entre mis mechones de pelo y me susurra para que solo yo pueda escucharla:

—Cuidaré de ella y prometo que volverá a ser la Julia de siempre.

Sus palabras me enternecen y aprieto más su contacto.

—Lo sé —respondo a media voz.

Son apremiadas en la cola y las observamos hasta que cruzan al otro lado y las perdemos de vista. Mi padre me tiene agarrada con ternura por un lateral y solo entonces percibo su plena tristeza por la marcha de mi hermana.

—Va a ser raro no tenerla en casa —dice con un hilo de voz.

Apoyo la cabeza en su hombro, en un intento de consolarlo.

—Volverá antes de que nos podamos dar cuenta —respondo.

—Bueno, ¿por qué no buscamos la zona de llegadas por la que viene Gaia?

 

***

—¿Se puede saber qué miras tanto en el móvil? —pregunta Biel intentando quitármelo de las manos.

—No miro nada —me defiendo y lo guardo en el bolsillo interior de mi chaqueta.

—Oh, venga, tío, llevas con la vista fija toda la tarde —critica Dylan, que se une al catalán.

—Solo estaba mirando las noticias —digo disimulando.

—¿Las noticias? ¿Tanto te aburrimos? —se ofende Alex.

—Dejad al chico, hombre —me defiende Ainara, a la que lanzo una mirada de agradecimiento.

—Bueno, deja el telefonito y vete a pedir, que es tu turno de pagar la ronda —chicha Biel.

Me levanto con tanto impulso que hago temblar la mesa, lo que ocasiona que todos mis amigos se rían. Voy a ser franco y admitir que desde el beso con Jimena en el almacén no doy pie con bola. He pensado mucho en si mandarle algún mensaje o no, pero al final no lo he hecho porque… bueno, porque sé que no me va a contestar. ¡Si salió huyendo!

Tengo que verla en persona.

Estoy en la barra cuando las veo pasar. Jimena lleva un gorro de lana verde y su acompañante uno exactamente igual en azul. Por un momento pienso que se trata de Julia, porque ambas comparten un tono muy similar de rubio, pero esta chica es más bajita incluso que la madrileña, por lo que lo descarto.

Me quedo observándola fijamente, parece que busca a alguien con la mirada, entre el gentío que pasea por la calle. Siento el tirón en el estómago que me pide salir y hablar con ella, pero mi cabeza se lo niega.

La dicotomía que recorre mi cuerpo me altera, ¿qué debería hacer?

 

*** 


Casi no he tenido tiempo de notar la ausencia de Julia con el ruido que ha supuesto tener en mi vida de nuevo a Gaia. Es una de esas personas cuya personalidad llenaría cualquier habitación, por muy grande que esta sea. Siempre activa, siempre dispuesta a todo; tenerla está haciendo más llevaderos estos días.

Hoy hemos decidido salir a pasear un rato por el centro de la ciudad y quiero aprovechar para enseñarle algunos de los puntos más turísticos que se concentran alrededor de Larios.

—Te juro que es insoportable, se pasa todo el día con esa cara de muermo y seriedad. No lo aguanto más, Jime… Y con eso de que su madre y mi madre son amiguísimas, tengo que ver su careto al menos una vez a la semana. ¿Qué mal he hecho yo en esta vida? ¿Y por qué no podía el universo regalarme a un vecino buenorro en vez de a Perseo? —se lamenta ella.

—Bueno, G, el chico feo no es… —admito.

—Tú le ves guapo porque no lo conoces de verdad. Es un estirado, un listillo que se piensa que siempre tiene la razón por ser superdotado y un pelmazo. Te juro que se pasa con cara de perro todas las cenas que tenemos.

—Eres una exagerada, recuerdo una vez, cuando celebraste tu cumpleaños que se rio.

—Sí, cuando se me prendió fuego el vestido de hada —se queja ella, a la defensiva.

Gaia sigue con su perorata, sin embargo, capta la atención de mis ojos una pareja que veo en una de las esquinas de la calle. La reconozco al segundo: es Emma. Y ahí vuelve a estar el chico. Lleva un gorro que le tapa la cabeza y una chaqueta negra y larga. La forma en la que él se mueve me resulta extrañamente familiar.

—¿Qué te pasa? Te has quedado como ida —pregunta mi amiga.

—¿Ves a esa de ahí? —digo señalando, sin disimulo a Emma—. Es una de mis amigas de clase. La que tiene el novio secreto.

—¿Esa es? ¿Y ese es el chico? —inquiere ella, que se pone de puntillas para poder ver mejor.

—Juraría que sí.

—¿Y a qué esperas para que nos acerquemos? ¡Venga!