Distancia focal: Capítulo 1. Se piensa el ladrón...

 


—Sí, mamá —respondo atravesando la avenida justo antes de que se ponga el semáforo en rojo—. Todo va bien y Julia y yo estamos prácticamente asentadas.

Es una mentira piadosa, pero muy muy necesaria.

—¿Cómo está tu padre? —pregunta con genuino interés y no por quedar bien.

Puede que lleven años separados, pero se siguen teniendo muchísimo amor y respeto. Supongo que es lógico después de llevar casi toda la vida juntos y tener dos hijas en común.

—Está… bien. —Ese bien no es tan «bien» como el bien anterior. No sé si me explico—. A ver… no parece estar mal, pero siento que hay algo que le falta.

Veo a la gente arremolinarse alrededor de la parada del autobús y me acerco para esperar la llegada del mío.

—¿Algo que le falta? —inquiere ella y escucho de fondo el sonido del hervidor de agua.

—¿Recuerdas como en Madrid solía tener siempre un plan o sino lo improvisaba en un segundo? —Ella ríe al recordarlo—. Pues aquí… es como si el tiempo se le hubiese detenido.

—Cariño, ya sabes que esto ha sido un golpe muy duro para tu padre. —Suspiro apesadumbrada.

En ese instante el bus hace su aparición y todos nos ponemos en fila para ir entrando. Pico mi billete y me recibe la marabunta de gente que se aglomera dentro. Termino de pie en mitad del vehículo y me agarro a la barra con fuerza para no caerme.

—Lo sé, lo sé… ver a la abuela así, la verdad es que es impactante.

Hace un par de meses recibimos la llamada desesperada de mi abuelo José desde el hospital. Acababan de ingresar a mi abuela tras sufrir un ictus y la cosa pintaba muy mal. Recuerdo a la perfección la cara desencajada de mi padre al contestar el teléfono. No dudó y esa misma noche cogió un AVE para presentarse en Málaga. Durante aquellos días en el hospital, tanto mi padre como mi abuelo se hicieron a la idea de que todo iba a cambiar, pero creo que no llegaron a imaginar hasta qué punto.

—No solo verla así, Jimena, sé que hay una parte de tu padre que se siente culpable por haberos arrastrado a Málaga con él.

Niego con la cabeza y pongo los ojos en blanco. Sé que tiene razón y que la culpabilidad de mi padre se ha convertido en un invitado no deseado, pero es que resulta asfixiante repetir una y otra vez lo mismo: nos mudamos por elección propia. Tanto mi hermana como yo, sopesamos la situación y, con mi madre en Londres, lo más lógico era vender la casa de Madrid y venirnos aquí.

—No ha arrastrado a nadie, mamá. Dejad de hablar de nosotras como si tuviésemos diez años. Julia tiene veinticinco y yo veinte. Dos adultas ante la ley que han elegido que se mudaban con su padre. Fin.

Ella suelta una carcajada. El autobús gira en la última glorieta y veo que nos aproximamos a mi destino.

—Bueno, vosotras seguid así, a su lado. Alonso es una persona muy generosa con el resto y siempre dispuesto a estar para los demás, pero a la que no le gusta pedir ayuda. Es un testarudo.

—No hace falta que lo jures.

—Menos humos, que eres igual. Recuerdo cuando eras pequeña y no pedías ayuda ni con los problemas más difíciles de matemáticas. Preferías no dormir buscando la solución a admitir que no podías hacer algo tú sola.

—Es que sí que podía, lo único es que necesitaba un poco más de tiempo.

—Cabezona.

Frenamos y salgo del autobús con un pequeño salto. El aire húmedo y ya cálido de primera hora de la mañana de este septiembre me recibe. El ambiente es tan diferente al de Madrid, siempre seco y duro para quien la transita, que me hace darme cuenta de lo muchísimo que ha cambiado absolutamente todo.

—No soy una cabezona, soy una persona independiente y autónoma. Eso fue lo que me enseñaste.

—Y tú te llevaste la lección demasiado lejos.

Doy una vuelta sobre mí misma y vislumbro la facultad de Filosofía y Letras. La actividad en el campus ya es notoria y los alumnos y alumnas caminan en busca de sus aulas.

—Lo que pasa es que eres muy buena maestra —replico con sorna.

—Hablando de lecciones y maestros. ¿Has llegado ya a la universidad?

—Ahora mismo —le confirmo.

—¿Sigues con los nervios del primer día? —pregunta.

—Menos que ayer, pero sigo con ese cosquilleo en el estómago.

—Son nervios de emoción, no de miedo.

Sopeso sus palabras. En realidad, son una mezcla. Este fue uno de los motivos que me hizo repensar el si aceptaba la oferta de mudarme a Málaga o no. Tras haber logrado superar los dos primeros años de grado en Madrid y haber creado mi pequeño grupo de amigas, me veo arrancando tercero de cero.

—Voy a ir a por un café… —musito en voz baja.

Me adentro en el edificio de la facultad y tras equivocarme de pasillo, doy con el que me conduce a la cafetería. El ruido característico de la cafetera y el chocar de los platos y vasos me recibe. Además del inconfundible olor a tostadas y todo un set de caras desconocidas que, por un segundo, centran su atención en mí.

Camino hacia la barra y reviso el menú que hay en la pared. ¿Debería cogerme también algo de comer? El estómago me ruge como respuesta.

—Buenos días —me recibe uno de los camareros—. ¿Qué va a querer?

—Un momento por favor.

—¿Se lo dices al camarero o a mí? —pregunta mi madre.

—Al camarero —respondo con un susurro que espero que él no oiga—. Dame un segundo.

—Señorita, ¿se lo dice al teléfono o a mí?

—Al teléfono —respondo.

El hombre clava sus ojos negros en mí, se pasa la mano por el escaso pelo y apoya las manos en la barra metálica.

—¿Y bien? —replica él, impaciente.

Mi madre hace caso omiso a mi petición e interviene desde el auricular.

—¿Cafeína? ¿Estás segura?

—Mamá…

—Vale, vale… adulta ante la ley, independiente y autónoma.

—No soporto cuando utilizas mis palabras contra mí —le recrimino. El camarero arruga el ceño y yo sonrío en un amago por suavizar su gesto. Sin éxito.

Noto la presencia de un par de personas a mi espalda y como, debido a mi tardanza, deciden acercarse al otro lado de la barra. Debería darme prisa. No quiero montar el espectáculo. La madrileña tardona, lo que me faltaba.

—¿Tiene vasos de papel para llevar?

—Sí, pero aumenta el precio treinta céntimos.

—Eso es para que el próximo día te lo lleves en un termo —apunta mi madre en mi oreja. Es que no puede evitarlo…

—No pasa nada. Pues… —dudo—. ¿Un café con leche y una napolitana de chocolate?

—¿Para llevar?

—Para llevar, por favor.

El hombre se aleja y empieza a prepararlo. Me giro y me choco con un chico que tenía justo detrás.

—Perdona, no te he visto —le digo.

Él no responde. Solo fija sus ojos verdes en mí y me recorre un escalofrío. Madre mía con la calidez sureña…

—Bueno, mamá, creo que te voy a ir dejando. En cuanto me pongan el café me tengo que ir corriendo a la clase.

—Perfecto. Pues ten un gran día y cualquier cosa que necesitéis, me cuentas, ¿de acuerdo?

—Gracias, mamá.

—Te quiero —dice con voz dulce.

—Yo más —respondo.

Cuelgo y me quedo mirando la pantalla un par de segundos. Como fondo hay una foto de los cuatro. Tengo ocho años en ella y salgo con la sonrisa mellada porque se me han caído los paletos. Solía odiarla, pero ahora se ha convertido en una de mis favoritas.

—Chiquilla, lo tuyo —me avisa el hombre, que me tiende el café y la napolitana—. Dos cincuenta.

Abro la mochila para sacar las monedas y le tiendo al hombre el dinero. Ni me sonríe. Agarra el efectivo y lo guarda con rapidez en la caja. Estoy metiendo el monedero en su sitio cuando una mano rápida pasa por delante de mis ojos y, sin pudor alguno, coge mi café y se lo lleva.

—¡Oye, oye! ¡Que es mi café! —Es el chico con el que me he chocado hace un instante. Me reta con la mirada y lo veo darle un primer trago a la bebida.

—¿Esto? —Vuelve a sorber—. Oh, vaya… pensé que era el mío. No te importa que me lo lleve, ¿no? ¿O lo quieres con mi saliva? Aunque tampoco creo que tengas mucha prisa cuando has estado más de diez minutos con el teléfono en la oreja y sin pedir. Creo que te puedes pedir otro, a lo mejor ahora tardas menos, que ya has colgado.

Quiero responderle, pero el maldito se marcha con rapidez. Impactada por lo que acaba de ocurrir, me cuesta reaccionar y cuando lo hago solo puedo responder con un:

—¡Pero será capullo!

 

*       *    *

 

Quince minutos después, llego al aula. Compruebo que el profesor no ha llegado aún y suelto un suspiro de alivio. Casi todos los huecos están ya ocupados y me percato de que todo el mundo se ha vuelto a sentar en los lugares que ocuparon ayer durante la presentación. Por lo que me aproximo a la parte delantera de la clase y contemplo, con horror, que mi sitio está ocupado y no por cualquiera.

—Esto es una jodida broma —me quejo. Él entrecierra los ojos y alza el mentón en un gesto de chulería que me pone de mal humor.

—Vaya, pero si has conseguido otro café, ¿para este también has tardado diez minutos en decidirte o ha sido más rápido?

—Eres un ladrón.

—¿Me has buscado solo para reclamarme un café? ¿Pero tú no eres de Madrid? Se supone que los agarrados son los catalanes…

—Cuidadito con lo que dices, Luque —le advierte un chico alto y rubio que está sentado en un lateral de la banca.

—No, no he venido a reclamarte un café. Resulta que compartimos clase, figura, y te has sentado en mi sitio.

—No veo que ponga tu nombre en ninguna parte.

—Pero ayer me senté aquí.

—Esto no es el cole. Aunque te lo voy a explicar a ese nivel para ver si así lo entiendes: quien se fue a Sevilla, perdió su silla. ¿Así mejor? A lo mejor con el acento no me has entendido… Puedo hablarte en fisno. Como habláis vosotros.

Maldito gilipollas. Con lo bien que me fue ayer y lo tranquila que había empezado yo la mañana. Aplasto un poco el vaso de café entre mis dedos, del que queda la mitad del líquido, y luego tomo aire. Soy muy consciente de que me estoy cabreando, no tanto por lo que me está diciendo, sino porque toda la clase nos mira y sé que este es un momento decisivo para marcar mi posición y la percepción que van a tener todos de mí.

Por lo que me quedan dos opciones: ¿me siento en otro lugar o insisto en que sea él quien se cambie de asiento?