Distancia Focal: Capítulo 14. «Tu chico»
¿Cómo fui tan estúpida de no
insistir en que no necesitaba a Elio?
Pero es que tener a toda mi familia alrededor diciendo
que no podía rechazar la ayuda de los hermanos, me arrastró a ello.
Parece que el destino me la tiene jurada con los Luque.
Por eso estoy aquí, en la misma esquina en la que nos despedimos la noche de
huida de la policía, hace casi un mes.
Un mes.
Tengo una sensación extraña en la que el tiempo se ha dilatado y a la vez ha pasado volando. Aunque dudo mucho que el día de hoy vaya a pasar rápido en compañía de Luque. Quizá… puedo darme la vuelta y alegar que Julia me ha pegado el resfriado o que tengo cagalera explosiva. Sí, podría ser una buenísima idea.
—No sé si quiero saber en qué andas pensando, madrileña,
pero tienes una expresión que me da miedo y a la vez me intriga.
He estado tan absorta en mis pensamientos que no me he
dado cuenta de que Elio ha aparecido montado en moto. Va con una chaqueta de
cuero, vaqueros desgastados, gafas de aviador y esa estúpida sonrisa que tanto
odio. Lo odio todo de él.
—¿Vas a quedarte mucho más rato deleitándote con mi
presencia o vas a coger el casco y subir? —inquiere alargando uno hacia mí.
—Pensaba que vendrías en coche —me quejo con mal humor.
—La moto es más rápida.
Lo contemplo con cara de perros. Es que, ¿por qué tenía
que venir en la moto? Eso me va a obligar a estar pegada a él. Encima, de su
rostro no desaparece esa mueca de superioridad.
Al final cedo. Necesito las malditas papeletas y tras mi
nefasta experiencia con la imprenta online, no tengo muchas más opciones.
Me pongo el casco y, sin dudar, me siento detrás de él.
No quiero darle el gusto de ver que todo esto me está afectando. Si la
personalidad de Elio busca atención, por mi parte no la va a tener.
—¿Sabes una cosa? —Me quedo en silencio y él lo
interpreta como una indicación a que puede seguir hablando—. Si me hubieses
hecho caso el día que en clase dije que te podía ayudar, ya tendríamos los talones
y no tendrías a Machado hecho un basilisco.
—Si no hubieses sido un capullo desde que te conozco,
quizá habría aceptado tu ayuda —replico.
—La que me tiró el café encima fuiste tú.
—Y el que me lo robó tú.
—Y la que se puso a hablar por teléfono y a crear la cola
tú.
Él acelera la moto antes de dejarme contestar y da por
finalizada la discusión.
—¡Repito: eres un capullo! —grito en mitad de la avenida,
lo suficientemente alto como para que me escuche. Sé que lo hace porque su
cuerpo tiembla y sus hombros se agitan con sus carcajadas.
Atravesamos Málaga y me percato de cómo Luque decide
bordear la costa en lugar de ir por el interior, lo cual me otorga un paisaje
precioso del mar y me permite admirar el recorrido. Es una estampa preciosa, en
la que las olas chocan cerca del paseo marítimo y dejan muy claro que quienes
mandan son ellas.
Este camino también me permite ver un poco más de la vida
diaria de la gente de Málaga, de esa perfecta simbiosis con la costa y de cómo
todo el mundo termina atraído por una fuerza indescriptible hacia la playa.
Yo intento mantener la distancia entre nuestros cuerpos
durante la mayor parte del trayecto y lo logro con bastante éxito aferrándome
como puedo a la parte posterior de la moto. Eso no impide que el olor de Luque flote
a mi alrededor y me haga pensar en escenas que debería enterrar en lo más
profundo de mi mente.
Es un imbécil.
Debo recordarlo y, además, después de todo lo que me ha
contado Ginés, debería aborrecerle. Bueno, lo hago. Mucho. De verdad de la
buena, pero…
—Pelirroja, ya estamos aquí —me avisa y con un movimiento
rápido baja de la moto y me ofrece la mano.
—No gracias, puedo sola.
—Solo quería ayudar.
—Se supone que ya lo estás haciendo, ¿no? —gruño alzando
una ceja.
—Vaya… ¿Siempre eres así de maja?
—Es algo que solo me pasa contigo —replico mordaz.
—¿En serio? —Elio se ríe, disfrutando del momento.
—¿Por qué pones esa estúpida mueca? —me quejo con unas ganas
cada vez más insaciables de ahorcarlo.
—Porque me encanta.
Se quita el casco y me deja apreciar por completo su
rostro. La ligera sombra de la barba que le empieza a crecer me descentra
durante un segundo y mis ojos siguen la línea de vello que enmarca sus labios.
—¿Te encanta que alguien te aborrezca? —consigo decir,
aunque me noto la garganta tirante y la voz me sale más grave de lo normal.
Él da un paso hacia delante y con un movimiento resuelto
de sus manos, desabrocha mi casco y me lo saca con una delicadeza que me
sorprende.
—No, eso no. Lo que me encanta es ser capaz de generarte emociones
que ninguna otra persona puede.
Consigue dejarme sin palabras cuando sus dedos colocan
mis mechones de pelo y roza mi mejilla en un gesto que despeja mi cara.
Relaja el rostro y
las comisuras de su boca se elevan con ligereza en una sonrisa tierna, que me
sorprende.
Siento como si una máscara hubiese caído y pudiese ver
una faceta muy distinta de Elio. Una dulzura que no casa con la imagen a la que
estoy acostumbrada y es eso lo que me hace girar el rostro bruscamente.
No voy a caer en sus intentos de flirteo. Ya me advirtió
Ginés de ello y no va a ocurrir. Soy mucho más inteligente que una boba que se
deja engañar por un par de ojos bonitos.
—Bueno, ¿por dónde está la imprenta?
Luque tarda en responder. Suspira y me da la vuelta. Un
pequeño cartel en azul indica el nombre de la copistería. Es un sitio muy pequeño
en el que una cola de gente asoma por la puerta.
—Vamos —indica él.
Cruzamos la calle y nos ponemos los últimos. El silencio
es tan incómodo que, para no mirarlo, decido sacar el teléfono. Veo que tengo varios
mensajes de Gaia y los leo.
G: Buenos días, malagueña de adopción.
G: ¿Te ha ido a recoger el chulo buenorro?
G: ¡Cuéntame cómo va el día!
G: En especial si en mitad de una discusión termináis
arrancándoos la ropa y gimiendo entre las rocas de una playa.
Maldita sea Gaia. Y malditas sus palabras, porque cuando
Luque se quita la cazadora al entrar en la tienda, no puedo dejar de mirar cómo
se marcan las venas en sus brazos y en la forma en la que sus músculos se
tensan con cada uno de sus movimientos.
Doy gracias al cielo de que una de las chicas de detrás
del mostrador nos llame para atendernos y así poder dejar de fijarme en él.
—Pero a quién tenemos por aquí…
—Hola, Mariona —saluda Elio con una expresión de calma y
felicidad.
—Me ha dicho mi hermano que tenías un pedido especial
para hoy.
—Sí. Tenemos que imprimir algunas papeletas. Pero Jimena
te lo puede explicar mucho mejor que yo.
Se retira un poco y me deja al mando de la situación. Me
presento rápidamente y, tras pasarle el USB a Mariona, le explico lo que
necesitamos. Resulta ser una chica muy dicharachera y me acaba hasta instruyendo
sobre los papeles, las tintas y la mejor opción para las papeletas.
—¿Algo más que necesites?
—De momento no, pero muchísimas gracias. Me has salvado
de una buena.
—Nada, tranquila. Elio llamó ayer y ya le dijo mi hermano
que sin problemas. Normalmente este tipo de pedidos los hacemos en un par de
días como mínimo, pero, por él, en unas horas lo puedo tener hecho. Por tu
chico haría casi cualquier cosa, es uno de los buenos.
—Ah, no, Luque no es mi… Él y yo no… No es mi chico —consigo
decir—. Solo somos compañeros en la universidad.
—Oh… —responde ella. Lanza una mirada detrás de mí, a un
Elio que está de espaldas observando un par de fotografías que están colgadas
en el comercio—. Perdona, pensé…
—Nada, tranquila.
No sé qué más responder y Mariona parece captar rápido mi
incomodidad y confusión, porque no tarda en marcharse hacia la parte trasera de
la tienda para comprobar que la impresora funciona correctamente.
—¿Qué tal va la cosa? —pregunta Luque a mis espaldas.
—Bien —respondo, de repente, muy cortada—. Mariona es un
encanto y me ha dicho que las impresiones estarán para hoy mismo.
Luque sonríe, como si no supiese de sobra que le iban a
hacer el favor de imprimir todo hoy.
—¡Parece que la cosa marcha! —nos informa la aludida
volviendo a al mostrador—. Las tendré para las seis.
—Mil gracias, Mariona —contesta Luque.
—Nada, os veo luego —dice despachándonos para atender al
resto de clientes.
Salimos del local e intento mantenerme lejos de Elio.
Me siento extraña, es una sensación rara que parece
crecer por momentos en mi interior y que no consigo identificar. Una sensación
que aumenta en su intensidad cuando lo tengo cerca.
—¿Tienes hambre?
—No —replico veloz.
Sin embargo, mi estómago me traiciona y ruge con el olor
a comida que inunda las calles, procedente de los hogares y restaurantes de la
zona. Él se carcajea.
—Venga, te invito a almorzar mientras se imprimen las
papeletas. Tú pagas.
—¿Yo?
—Claro. Es el pago por el favor de traerte hasta aquí y
solucionar tu día.
Quiero replicar, es más bien una necesidad; pero es que
tiene razón. El condenado tiene razón.
—Si yo pago, yo elijo.
—Adelante.
Luque me persigue. Caminamos en silencio y voy mirando a
un lado y a otro para ver qué acaba cautivando mi hambre. Me detengo frente a
un restaurante familiar pegado al paseo marítimo y del cual el olor a brasas y
pescado me conquista.
—Aquí.
—Buena elección —apoya él, y se me escapa una sonrisa.
Nos sentamos en la parte de la terraza cubierta y
empezamos a mirar la carta. Terminamos decantándonos por algunas raciones y el
camarero rápidamente nos toma nota.
—¿Hace mucho que conoces a Mariona? —inquiero. Él alza
una ceja—. No me mires así, solo quería iniciar una conversación.
Él se ríe en un bufido, pero termina contestando.
—De toda la vida. Sus padres son mis vecinos. Su hermano
y el mío son muy amigos y, por extensión, ella y yo pasábamos muchas tardes juntos
de pequeños.
—Oh, vaya…
El camarero regresa con los platos y justo antes de que
me atreva a comer, Luque añade una última frase a nuestra conversación.
—También fue mi primer beso.
La información me hace apretar con fuerza mi tenedor y
agacho la mirada. ¿Por qué narices me molesta esa información?
—Y el último que se dio con un hombre.
Elevo la cabeza y me reprendo por la rapidez con la que
he buscado su mirada. Los ojos de él brillan profusamente. Detesto la expresión
de superioridad de su cara, por lo que mi lengua viperina sale para borrársela
con un comentario afilado.
—¿Tan mal besas?
Elio se pasa la lengua por el labio inferior y luego se
lo muerde. Son dos acciones lentas, estudiadas, que atrapan mi atención y de las
que no puedo escapar. Me siento la boca muy seca de pronto y tengo que darle un
buen trago a mi cerveza.
—¿Te gustaría comprobarlo? —me reta.
—Preferiría intoxicarme con el pescaito frito —declaro
metiéndome uno en la boca.
Él no replica, solo clava su verde en mí. Se reclina
sobre la mesa y su mano acorta la distancia entre los dos para acariciar el borde
de mis labios. Es un movimiento suave, apenas dos roces que ponen la piel de mi
nuca de gallina y logran que me recorra un escalofrío.
—No te vas a intoxicar con el pescaito, madrileña.
Otra cosa no, pero la comida es de lo mejor en Andalucía.
Le aparto la mano con un golpe y me paso la servilleta en
repetidas ocasiones por la boca, intentando limpiar no solo los restos de
comida, sino también su presencia.
El resto del almuerzo lo paso centrada en masticar y en
no cruzarme de nuevo con su mirada. Pago la cuenta y me percato de que aún son
solo las cuatro.
—¿Quieres que demos una vuelta por la playa? —le propongo
con la esperanza de que la brisa marina despeje mi cabeza.
La miro con extrañeza, porque
después de haberle quitado el pequeño trozo de comida de la cara, sé que Jimena
me ha estado evitando. Hasta se ha puesto roja, por lo que suponía que iba a
pedirme volver a la copistería y esperar allí hasta que estuviesen las papeletas;
sin embargo, me ha sorprendido con la idea de ir hasta la playa.
Acepto con un asentimiento de cabeza y es así como nos
encaminamos hasta la orilla. Una vez allí me descalzo, arremango un poco el
vaquero y dejo que el agua fría moje mis pies. Ella hace lo mismo y la veo
sonreír de inmediato. Su rostro se llena de luz y las pecas de su piel se
mueven juguetonas conforme sus comisuras se alzan más y más.
—Vaya, nunca pensé que te vería sonreír tanto. Es raro no
verte con el ceño fruncido.
Automáticamente arruga la frente, yo aprieto los labios
para no reírme. No voy a mentir, estar este día con Jimena me… me está
gustando. Mucho más de lo que jamás habría imaginado. Sí, seguimos con nuestro
rifirrafe, pero es… distinto.
Hace un par de días cuando recibí la llamada de Mateo me
quedé perplejo. ¿Jimena dejando que YO la ayude? Quizá dije que sí demasiado
rápido, no sé, pero la idea de poder reprocharle que yo tenía razón y que
debería haberme hecho caso, me cautivó. Casi tanto como lo ha hecho ella desde
esta mañana.
—Es el mar, tiene tal poder sobre mí que me quita las ganas
de meterte en el agua y ahogarte.
—Um… la que me debe un chapuzón eres tú.
En sus ojos veo el miedo.
—Ni se te ocurra —me amenaza con el dedo índice
dirigiéndose a mí.
—No voy a hacerlo. —Su semblante se relaja—. Pero porque
no quiero que me mojes la moto, que conste.
Saca la lengua y no es consciente de lo muchísimo que me
provoca eso.
Caminamos relajados por la orilla, de vez en cuando nuestras
manos se rozan cuando huimos de las olas más grandes que chocan contra la
arena. Y es una sensación agradable, tan inocente y a la vez tan capaz de
hacerme contener la respiración, que llegamos a un punto en el que mi mano
busca aumentar los segundos en los que nos rozamos.
Contemplo cómo Jimena analiza con interés las olas y se
aparta cuando ve algas. Entonces se me ocurre algo…
—¿Es eso una medusa?