Distancia Focal: Capítulo 19. El informático
La primera vez que crucé el
umbral de esta misma verja, yo era una persona muy diferente. Una versión de mí
mismo triste y muy llena de rabia. ¿Y qué pasa cuando alguien mezcla esas dos
emociones?
Que la caga y la caga mucho.
Así terminé en el reformatorio y como parte de mi «reeducación
y reinserción en la sociedad» fui voluntario forzoso en la asociación del
barrio. Ni siquiera sabía que teníamos una y mucho menos de todo el trabajo que
hay detrás.
Las primeras semanas llegaba tarde, desganado y me negaba
a participar en las actividades. Joder, ¿no se suponía que me tendrían que
estar ayudando a mí después de la que había montado? En cambio, ahí estaba,
ayudando a niños a colorear malditas fotocopias, entrenándolos para jugar al fútbol
o al baloncesto, e incluso dando clases de zumba a personas mayores.
Lo odiaba. Venir hasta aquí era una tortura. Con mis
diecisiete yo solo quería volver a centrarme en mí mismo y que me dejasen en
paz para solo una cosa: vengarme.
Dios, estaba tan lleno de rabia…
Una rabia que tenía un objetivo claro: Ginés.
Soñaba a menudo con partirle la cara, con hundir mi puño
en esa sonrisa de suficiencia. A veces se mezclaban recuerdos con ensoñaciones,
pero en todos esos escenarios que me asaltaban yo solo podía pensar en las
ganas de desquitarme. En la necesidad de que me diese explicaciones, en los porqués
de lo que me había hecho, en su puta traición.
¿Cómo había podido? ¿Por qué?
Por eso odiaba tener que ser dulce, cuidar de otros, no
poder chillar, no poder romper cosas. Odiaba ser el único que estuviese pagando
el pato. Era injusto. Y lo peor… lo peor era tener que pasar las horas en aquel
sitio en vez de ir a casa para ver cómo estaba mi madre.
Eso era lo que de verdad me mataba. Si hay algo que tengo
clavado a fuego en mi mente es el día en el que me trasladaron ante el tribunal.
Ella estaba débil, era apenas un saco de huesos, pero fue cabezona y obligó a
mi padre a que la llevase. Quería estar presente ante el veredicto.
Yo permanecí durante casi toda la vista evitando mirarla.
Sabía que la tenía detrás, podía sentirla, pero me resistía a darme la vuelta, no
podía ver la decepción en su cara. Porque se culpaba. Lo hacía.
Sé que para mi padre tampoco fue fácil, pero para mi
madre fue descorazonador saber la verdad, saber lo que había estado pasando
conmigo y las razones por las que su dulce niño Elio, su pequeño, había
terminado siendo detenido. Ella cargaba con mi culpa y mi vergüenza y eso era
algo que no soportaba.
Pasar las horas entre las paredes de la asociación me
consumía.
Hasta que una tarde, apareció Mateo. Mi hermano había
dejado de hablarme desde el momento en el que la policía se había presentado en
casa. Solo se había dirigido una vez a mí desde ese momento y había sido para
echarme la bronca de las broncas. Jamás había visto a mi hermano enfadado, sin
embargo, aquel día, el siempre tranquilo Matty desbordó.
Y lo entendí y se lo agradecí. Porque lo necesitaba, necesitaba
que alguien fuese cruel conmigo, que me echasen en cara la que había montado
con mamá estando tan delicada. Necesitaba saber que el resto me odiaban tanto
como lo hacía yo. Y él lo hacía.
Sin embargo, la tarde en la que apareció en la
asociación, Mateo volvía a ser Matty, mi hermano mayor, mi protector. Y sí, la
decepción seguía escondida en las esquinas de sus ojos, en esa forma contenida
en la que se acercó a mí y me dijo que era uno de los nuevos voluntarios.
Joder. Casi me da algo. Por eso permanecí callado durante
toda la actividad y solo contesté con monosílabos. Recuerdo a la perfección que
era un taller de pintura con los dedos para los críos y que mi hermano supo
controlar la situación desde el primer segundo.
No fue hasta que nos tocó recoger que le eché huevos.
—¿Cómo está? —pregunté con la voz tomada. No hacía falta
especificar a quién me refería.
Mi hermano suspiró.
—Está bien. Mucho mejor. Ha logrado coger peso y… Elio,
el cáncer está remitiendo.
Esa fue la bofetada que había estado necesitando. La
frase que me liberó. Porque pese a todo lo que yo había hecho mal y todo el
daño que sabía que le había causado, estaba recuperándose.
Tuve que tomar asiento. Y lloré. Lo hice como cuando era
pequeño.
Mateo se mantuvo a distancia. Luego me confesó que verme
así fue lo que realmente le hizo cambiar de opinión y darme una segunda
oportunidad para que recuperásemos nuestra relación de hermanos. Fue el
principio que fundó un lazo muchísimo más fuerte del que jamás habíamos tenido.
Mateo pasó a ser mi ancla, y la idea de recuperar a mi familia, de volver a
casa y estar con ellos reemplazó el odio y mi sed de venganza.
Y me centré en lo verdaderamente importante: dejar de
cagarla, tomar las riendas de mi puñetera vida y salir del jodido reformatorio
cuanto antes.
¿Lo más divertido de todo? Que cuando dejé de tener
pensamientos de mierda, empecé a darme cuenta de lo bien que me sentía los
ratos en los que dejaba el centro de menores y pasaba las horas en la asociación.
Así fue como incluso después de terminar mi período obligado, empecé a ejercer
de voluntario. Todos en mi casa lo hicieron porque querían devolver el favor,
para ellos este sitio les había devuelto a Elio, al bueno.
Por eso esta mañana mi hermano y yo hemos madrugado. Carlota,
la presidenta, nos ha pedido que nos acercásemos para tomar las fotos del
calendario anual que se hace año tras año y que se vende en el mercadillo
navideño para recaudar fondos.
Entramos en el patio delantero y el jaleo que forman los
niños al vernos es inmediato. Muchos de ellos se lanzan a abrazarme y les
correspondo con el mismo afecto.
—¡Elio, tienes que ver cómo encesto ahora las canastas! ¡Ayer
en el entrenamiento logré un triple! —me cuenta con entusiasmo Josito, uno de
los críos con los que mejor me llevo.
Me alegra su emoción porque hasta hace un año, odiaba
todo lo relacionado con los deportes de equipo debido a su sobrepeso y las
malditas burlas de los niños de su colegio. Gracias a la asociación, eso está
cambiando.
—¿Un triple? ¿En serio? ¡Ves, te dije que podías!
—Es que tenías razón, todo está en la muñeca —responde con
una sonrisa.
Seguimos avanzando mientras Josito me cuenta un poco más
sobre el lanzamiento de ayer que consiguió encestar después de más de treinta
tiros.
—Pues vamos a hacer una cosa, el próximo día vamos a ver
quién encesta más tiros libres desde la línea de triples. A ver quién gana.
—¡Trato hecho! —sentencia el niño antes de que Mateo y yo
abramos la puerta y pasemos dentro del edificio.
—Sabía que el jaleo solo podíais formarlo vosotros dos,
hermanos Luque.
Carlota se acerca a nosotros con una radiante sonrisa y
nos da un par de besos. La confianza que tenemos con ella es enorme, a fin de cuentas,
ya van cerca de cuatro años siendo voluntarios.
—¿Qué tal todo? —pregunta mi hermano.
—Pues estos días han sido una locura. Nos ha pillado el
toro, como siempre y estamos intentando dar abasto como podemos.
—¿Algo en lo que podamos echar una mano? —ofrezco.
—Bastante lleváis hecho y encima hoy os arrastro también
a lo de las fotos.
—No es nada, sabes que nosotros encantados con poder
estar aquí —argumenta Mateo.
Le lanzo una mirada furtiva a mi hermano. Desde que le
enseñé las fotos de Julia, no ha parado de cargarse cada hora del día con más y
más trabajo. Cuando no está con una sesión, está editando las fotos o
revelándolas. Sé que es su método para no pensar en la hermana de Jimena y que prefiero
esta versión de Mateo que la que un día Cintia apagó y dejó hecha jirones. Aun
así… me tiene preocupado.
Antes de divagar más, vuelvo a la conversación y me giro
hacia Carlota.
—Sabes que lo que necesites —reitero.
—Anda, no os preocupéis. Al final ha sido todo muy orgánico
y cada grupo que hace actividades ya ha decorado sus salas. Hasta más de una y
de uno se ha vestido con sus mejores galas.
—Pues tú mandas, dinos por dónde podemos empezar a sacar
las fotos.
Así avanzamos por los pasillos hasta que llegamos a uno
de los talleres. Carlota nos presenta primero al grupo de los de diseño de
interiores y no pierden la oportunidad de mostrarnos todo lo que han hecho. El
sitio ha quedado muy bonito e incluso hay varios planos y bocetos sobre una
mesa, además de muestras de tejido y texturas que conforman una visión muy
estética.
Es impresionante y sé que, con el objetivo y buen ojo de
mi hermano, saldrán fotos sorprendentes.
—Vale, pues tenéis el honor de ser nuestro mes de enero.
Así que ya sabéis, actuad con naturalidad y haré algunas fotos.
—Recordad que queremos que la gente no solo compre los calendarios,
sino también que conozcan un poco más en profundidad el centro y lo bien que
nos lo pasamos aquí —señala Carlota con entusiasmo.
Siendo sincero, no creo que necesiten muchas
indicaciones, están entusiasmados y eso es algo que se va a reflejar en cada
foto.
Mateo me va dando indicaciones, en especial a la hora de
corregir la iluminación y saca un par de fotos de muestra para ver si le
convence. Terminamos cambiando la distribución de algunos muebles y decorados
hasta que conseguimos un par de instantáneas que nos gustan.
—¡Muchísimas gracias a todo el mundo!
Carlota tira de nosotros antes de que se puedan poner a
reclamar el ver las instantáneas que Mateo ha tomado y vamos hacia los
siguientes: el grupo de teatro. Me sorprendo al ver que algunos están disfrazados
y que la idea que tienen en mente era la de ser fotografiados mientras
interpretan una breve escena.
Eso entusiasma a mi hermano y el pulsador de la cámara
inicia una frenética ráfaga. Tardamos menos con este grupo que con el anterior
y tras la despedida vamos a por los siguientes: el de informática.
La mayor parte de integrantes son personas mayores que
quieren ponerse al día con las tecnologías y me resulta entrañable comprobar
que una de las señoras le ha cosido a su portátil una funda de ganchillo, a
juego con la de su móvil.
—Oh, Carlota, ¿ya estáis por aquí? —inquiere un hombre con
acento madrileño y vetas del malagueño allí y allá.
Tendrá unos cincuenta y algo. Es alto, de pelo castaño
claro, ojos verdes y mandíbula marcada. Está en forma y tiene un aura afable a
su alrededor, una de esas personas que exudan simpatía sin pretenderlo.
—Hola —saluda ella, que se coloca un mechón de pelo
detrás de la oreja con nerviosismo—. Sí, ya estamos. Os presento. Estos son
Mateo y Elio, nuestros fotógrafos. Chicos, este es Alonso, uno de nuestros
nuevos voluntarios.
—Encantado.
El hombre deposita su mirada en nosotros y estrecha nuestras
manos, aunque percibo que sus ojos escapan de su control y no pueden evitar
posarse en Carlota con cada pequeño movimiento que hace ella.
—Pensé que también venía hoy tu hija.
—Una de sus amigas ha tenido un problema y ha ido a
intentar ayudarla.
—Oh, espero que no sea nada grave —advierte con gesto preocupado.
—No, no… descuida. —Él le lanza una sonrisa—. Podemos
empezar cuando queráis.
—¿Qué os parece si hacemos un par de fotos en las que se
vea cómo se dan las clases? —propone mi hermano.
—Por mí perfecto.
De nuevo, ayudo a Mateo en todo y arrancamos la sesión
del mes de marzo. No se me escapa las miraditas que Carlota le lanza al
profesor y me doy cuenta: le gusta. Y diría que, por el tono rojizo de las
mejillas de él, es algo mutuo.
Me sorprendo porque tras el divorcio catastrófico que sufrió
hace tres años, Carlota juró y perjuró que había terminado con los hombres; y
es que el ruso con el que se había casado resultó ser un cabronazo que terminó falsificando
su firma para vender la casa que ella había heredado de sus abuelos y
largándose con el dinero a las Islas Caimán.
Por eso, que tenga ahora esa sonrisilla en la cara me
hace muchísima gracia. Además, a él se lo ve buena persona y con mucha
paciencia ante sus alumnos y alumnas. Aunque también tímido cuando ella se
acerca y le roza con disimulo el hombro para hablar con él.
—Pues creo que ya tenemos suficiente con esto.
—¿Ya? —cuestiona Alonso, al que se le escapa otra mirada
en dirección a Carlota—. Ha sido rápido.
—Es que Mateo no es solo bueno, también es eficaz.
—Espero tener una copia de alguna de ellas, podrían
servirme para la página web.
—¿Tienes negocio propio? —se interesa mi hermano.
—Sí. Si necesitáis a un informático de confianza, aquí estoy.
Alonso saca la cartera y de dentro un par de tarjetas que
nos tiende. Yo la guardo en el bolsillo de mis vaqueros.
—Ha sido todo un placer, chicos.
Dejamos a Alonso con su clase y salimos del aula para proseguir
con el resto de fotos del calendario.
—¡Tía! ¡Al fin! no sé cómo te voy
a agradecer esto. Emma no me cogía el teléfono y no sé qué hacer. Estoy muy
nerviosa.
He quedado con Lola a cinco calles de su casa. Me ha
insistido mucho con que no podía contarme nada por el móvil y que tenía que ser
todo en persona, por lo que voy con el corazón desbocado, sin saber qué narices
ha ocurrido. Aunque me alegra ver que no está herida.
—¿Se puede saber qué ha pasado? ¡Me tienes al borde de un
infarto! —me quejo.
—¡Es que…! He metido la pata hasta el fondo y más allá —lloriquea—.
Que le he dado un golpe a Juanito.
—¿Juanito?
Ella me agarra de la mano y me pone delante de un vehículo.
—Juanito.
Hostia, el coche de su hermana… se me había olvidado por
completo.
—Pero, ¿qué ha pasado?
—Me lo dejó mi hermana ayer porque yo había quedado con
uno de mis ex y mira… ¡Es que esto es una señal divina! ¡Un castigo por haber
quedado con ese tontopolla! Y ahora Paloma me va a matar, que para ella
este coche lo es todo.
Lola se apoya en la puerta del copiloto y solloza.
Utilizo estos momentos para observar la carrocería. La verdad es que tiene un
bollo tremendo. Ha debido de comerse un bolardo. Apoyo las manos sobre la chapa
y me percato de la maleabilidad de la misma. Entonces tengo una idea.
—Una vez vi un vídeo de cómo echando agua hirviendo y
luego agua congelada, se recuperaba la forma.
Lola cesa de gimotear y me mira con una ceja levantada.
—¿¡Cómo le vamos a echar agua hirviendo al coche!? ¡Que
lo voy a estropear más!
—¿Tienes alguna otra idea? ¿Algún taller de confianza?
—No, pero… ¿Y si se empieza a pelar la pintura? ¿Y si…?
—Que no —le aseguro y corto sus divagaciones.
—¿Y de dónde sacamos agua hirviendo? No puedo llevar el
coche a mi casa, como mi hermana lo vea…
—Dame la llave, vamos a la mía.
—Si destrozamos a Juanito, mi hermana me cuelga.
—Confía en mí.
Lola duda, no obstante, me la entrega.
—Tendré que confiar, pero más vale que nos demos prisa,
ayer tuvo turno de noche, así que tenemos hasta el mediodía.
***
—Jimena, ¿estás segura de que
esto es una buena idea? —plantea mi hermana, que nos observa mientras cuezo el
agua.
—¿No os he enseñado el vídeo tres veces? Ahí les sale.
—Voy a dejar el futuro de Juanito en manos de un vídeo de
YouTube. No, si quien se va a terminar colgando soy yo.
Pongo los ojos en blanco.
—Un poquito de confianza, ¿no? —les ruego—. Esto está listo,
vamos para abajo. Corred.
Abro la puerta con un poco de dificultad y ellas me
siguen. Mi teléfono empieza a sonar en el bolsillo de los vaqueros al mismo
tiempo que estoy luchando por intentar abrir la puerta del portal, Julia me
chilla y Lola sigue gimoteando, cuando de pronto…