Distancia Focal: Capítulo 21. Una de cal
Escribo la última palabra justo
en el momento en el que nuestra querida profesora de poesía da el alto.
—¡Manos arriba todo el mundo! Señorita León, he dicho que
deje de escribir —riñe a Emma.
Mi amiga suelta su bolígrafo y pone mala cara.
—Es incorregible —murmura Lola en mi dirección—. Si hasta
ha pedido dos folios extra.
—¡Silencio hasta que retire los exámenes o están
suspensos todos ustedes!
Lola traga saliva y decide quedarse callada hasta que la
profesora se lleva nuestras hojas. Solo entonces nos da la señal para que
abandonemos la sala y somos libres de la semana de evaluaciones.
—¡Al fin! Es hora de disfrutar de la vida —celebra Lola
colgándose de mi cuello y del de Emma—. A celebrarlo con unas cervecitas, ¿no?
—Yo no puedo, chicas, tengo que hacer una redacción para la beca.
—¿Qué? ¡Pero si acabamos de terminar con el último examen
del cuatrimestre! ¡No fastidies! Por una tarde no va a pasar nada.
—Lola, cada tarde cuenta. Necesito hacer todo lo posible
para conseguir la beca. Me enfrento a lo mejor de lo mejor y últimamente he
estado muy distraída.
La contemplo con preocupación. Sé que la beca es muy
importante para ella, pero creo que Emma se está poniendo demasiado peso sobre
sus hombros. Tiene unas ojeras enormes y la cara grisácea a causa del esfuerzo
al que se está sometiendo.
Lola va a replicarle, sin embargo, soy más rápida e
intervengo antes.
—Tú tranquila, si necesitas esta tarde para ti, estudia.
Estamos contigo, ¿verdad, Lola? Sabemos que una de esas becas lleva tu nombre.
Emma sonríe y la preocupación de su rostro se difumina
ligeramente.
—Gracias, Jime.
Se despide de nosotras y me gano por parte de Lola una
mirada condescendiente.
—No me mires así, venga, invito a la primera ronda.
Su gesto cambia por completo y, con una sonrisa de oreja
a oreja, nos encaminamos hacia el bar atestado de la facultad.
***
—Pensé que ibas a estar todo el
día con nosotros —me reprocha Mateo—. Sabes que esta tarde tengo la sesión de
fotos del ayuntamiento.
Admito que se me había olvidado por completo la dichosa
sesión de fotos, pero el otro día actué movido por el maldito impulso de esos
ojos marrones.
—No me acordé, Mateo, no lo he hecho a propósito.
—¿Y no puedes llamar y decir que al final no puedes ir a
hacer el turno? Seguro que alguien podrá ir en tu lugar. No podemos dejar sola
a Carlota.
Tomo aire. No quiero enfadarme con mi hermano, de verdad
que no, pero últimamente me lo está poniendo muy difícil. Se irrita por todo. Y
sé por lo que es. Más bien por quién.
—¿Va todo bien? —Nos interrumpe Carlota apareciendo en el
almacén—. Os he oído discutir.
Mi hermano aprieta los dientes y decide no contestar.
—Es solo que… esta tarde al final no voy a poder estar en
el mercadillo de la asociación.
—Y yo ya sabes que tengo la sesión de fotos —replica
Mateo.
La presidenta de la asociación pone gesto serio y
reflexiona un par de segundos.
—Bueno, chicos, no pasa nada, estoy segura de que podré
estar yo sola en el puesto y…
—¿Interrumpo?
—Oh, Alonso.
El informático asoma la cabeza cargado con una caja
enorme.
—Venía a dejar esto aquí.
Le lanza una mirada a Carlota y eso me hace tener una
idea.
—Deja que te ayude.
Agarro la caja y la coloco en una de las estanterías
metálicas del almacén. El hombre sonríe y algo en la forma en la que sus labios
se curvan me recuerda a… No, ¿qué me pasa? La pelirroja se está metiendo
demasiado en mi cabeza.
—Alonso, ¿podríamos pedirte un favor enorme? —pregunto.
Tanto mi hermano como Carlota me miran.
—¿Para qué soy bueno? —responde él aumentando el tamaño
de su sonrisa y haciendo así que aparezcan pequeñas arrugas alrededor de sus
ojos.
—¿Tienes la tarde libre para ayudar a Carlota?
Intercambian una mirada y un ligero rubor nace en las
mejillas de ambos.
—¿Esta tarde?
—De verdad que no hace falta, puedo estar yo sola en el
mercadillo, sé que probablemente tienes mucho lío con tus padres y…
—No, no, tranquila, creo que mi hija mayor puede estar
con ellos.
—Alonso, en serio, no quiero que…
Él le guiña un ojo y sale a hacer una llamada.
—Elio… —me reclama Mateo.
—¿Qué? Solo ha sido una propuesta…
Carlota permanece en silencio, pendiente de la llamada
que mantiene Alonso al otro lado. Lo oímos cuchichear y tras un breve silencio,
su cabeza se asoma por el umbral de la puerta.
—Parece que no habrá ningún problema.
***
El viento aúlla entre los
rincones del mercadillo navideño que ha montado la universidad y pueden verse
los distintos puestos repartidos aquí y allá en un orden errático que crea un
ambiente distendido y en el que los viandantes disfrutan de las ofertas.
—Llegas tarde —me riñe Jimena nada más planto un pie en
nuestro puesto.
Es algo precario. Está montado con literalmente, cuatro
palos y un plástico que envuelve todo. Me recuerda a los invernaderos de
plástico que hay a las afueras de Almería, Granada y la propia Málaga. Nuestro
mar de plástico. Aunque este es mucho más voluble. Como las mesas en las que se
ha puesto la mercancía que se mueven de manera peligrosa con el viento que
empieza a soplar.
—Lo siento —respondo con la respiración agitada—. He
tenido un poco de lío. Pero he traído esto.
El gesto de hastío con el que me contempla me deja claro
que le dan igual mis excusas, aunque el brillo de sus ojos al ver la bebida con
su nombre me hace gracia.
—¿Ya estás aquí? —pregunta a mis espaldas Alex—. Bueno,
pues entonces me voy.
—Pensé que seríamos tres por turno —digo pasándole uno de
los cafés que él acepta encantado.
—Y lo íbamos a ser, pero la mayor parte de los que se
apuntaron están de resaca postexámenes. Pensé que tú ibas a ser otro de los que
nos dejaba colgados —acusa la madrileña con un notable enfado—. Alex ha estado
esta mañana y ha querido echarme una mano también con parte del turno de tarde.
Ella lo mira de una forma muy distinta a como lo ha hecho
conmigo, juraría que hasta mi amigo le cae bien. Eso me causa una cierta
incomodidad en la boca del estómago, pero no le presto atención.
—Que se dé bien y vendáis mucho.
Alex se marcha y me despido de él con un abrazo. Me
acerco a Jimena y le dejo el vaso con su nombre al lado. Ella le echa una
mirada y, si bien intenta fruncir el ceño no lo logra, porque termina por
levantar la cabeza y, con un gesto suave, me lo agradece a su manera.
—No tenías por qué —dice. Me hace mucha gracia su
expresión y se me escapa una sonrisa.
—De nada.
Jimena suspira. Agarra su bebida y le da un sorbo. Su
cuerpo se relaja e incluso, la comisura izquierda de sus labios se eleva.
Los primeros minutos los pasamos en un silencio tenso. La
última vez que estuvimos solos, fue cuando fuimos a imprimir las papeletas. Se
me escapa una sonrisa, aunque luego el gesto se ve reemplazado por una mueca de
dolor. Vaya placaje me hizo…
Mientras yo me mantengo de pie y disfruto del café, la
madrileña decide mantenerse ocupada recolocando una y otra vez varios artículos
de bisutería que nos han donado para las ventas. Observo que, a lo tonto,
tenemos bastantes cosas y de lo más dispares, como libros, pequeños artículos
del hogar y prendas de ropa, muchísima ropa.
La contemplo mientras atiende a un par de chicos que se
han aproximado para preguntar por varios de los accesorios que hay en una
percha. Sabe perfectamente cómo engatusarlos para que se lo prueben y consigue
hacer la venta.
—Bien hecho —le digo al llegar hasta a mí y colocar el
dinero en la caja para luego apuntar las cantidades en un cuadernito.
—Te recuerdo que trabajo en una tienda de ropa, sé lo que
me hago.
—No se me olvida. Te recuerdo que gracias a ti tengo una
corbata verde nueva.
Jimena gira su cabeza e intercambiamos una mirada. Tiene
las mejillas rojas, supongo que por el frío, y sus ojos chocolate destacan
muchísimo gracias a la palidez de su piel. Mantiene su vista fija en mí durante
un par de segundos más y luego la aparta para volver al café.
Las siguientes clientas me preguntan con timidez el
precio de varios libros. La morena, muy alta, se interesa por uno de mis libros
de cabecera y no puedo evitar hablar de él.
—¿Qué me puedes decir de este?
—¿1984? Es uno de los grandes clásicos modernos que
recomiendo a todo el mundo. ¿Os gustan las distopías como Los Juegos del Hambre
o Divergente? Este es vuestro libro. Además, ¿sabéis que la idea del reality
de Gran Hermano surge de aquí? Bueno… solo la idea, la ejecución es bastante
distinta.
—¿Y de poesía?
La rubia agita sus pestañas y parpadea mucho. Su cuerpo
se inclina hacia delante y apoya los brazos sobre la precaria mesa, lo que hace
que esté a punto de caer todo al suelo.
Jimena aparece de entre las sombras y agarra el panel
justo a tiempo, antes de que caiga.
—¿Os importaría no apoyaros? —les dice a ellas, pero la bronca
me la gano yo entre susurros enfurecidos—. Deja de ligar. ¿No puedes estar ni
cinco minutos sin intentar quitarle las bragas a alguien?
Abro los ojos como platos.
Prefiero no contestar y me muerdo la lengua. Las chicas
se disculpan y terminan comprando tres libros cada una. Cuando voy a dejar el
dinero en la caja y a apuntar las ventas en el cuadernito, Jimena sigue de
morros y me enfrento a ella.
—¿Se puede saber a qué ha venido eso?
—A que se notaba que estabas ligando con la rubia y casi
tira el puesto abajo. Estamos intentando recaudar dinero. Céntrate.
—Se ha apoyado sin querer, solo quería que le recomendase
algún libro de poesía.
—Oh, sí, claro… Seguro que era eso. Lo he visto, Luque.
No soy tonta, estaba coqueteando. Ha puesto esa cara que ponen todas cuando
hablan contigo más de tres minutos. Podrías pensar un poquito más con la cabeza
y menos con la… —se calla a mitad de frase y sus ojos echan chispas—. No me lo
puedo creer. ¿Con que no estabas ligando, eh? Aquí tienes, Don Juan. Reemplázalo
con otro sin el número de teléfono de ella.
Arroja con rabia el billete de cinco euros a mi pecho y
guarda el resto en la caja. Acto seguido se da la vuelta y cambia por completo
su expresión para atender a tres chicos que preguntan el precio de una vieja tostadora.
Reviso el billete y ahí está, el número de teléfono de la
rubia. Joder. ¿Y qué culpa tengo yo de que la chica me lance los trastos?
Además, ¿a ella qué le importa?
Un segundo… ¿Está celosa? Recuerdo lo que me dijo Ainara.
No… ni de coña. ¿Jimena? ¿Celosa? Imposible.
¿Y por qué la idea de que esté celosa me gusta?
***
Sonrío mientras les enseño a los chicos la tostadora,
aunque sigo rabiosa. ¿¡Cómo se le ocurre ponerse a tontear con la rubia!? ¡Casi
tiran el puesto! Es un idiota que solo piensa con los coj…
—¿Nos lo dejas en quince euros?
—Sí. Y si queréis tengo por aquí también una batidora de
mano.
La tomo y se la enseño a los chicos. Hablan entre ellos
y, al final, consigo hacer las dos ventas. A la hora de meter el dinero en la
caja, me encuentro que el billete con el número de teléfono está dentro y mi
enfado desaparece de un segundo a otro. Echo un vistazo por encima de mi hombro.
Elio atiende a una ancianita que está probándose un par de guantes.
Bah… A mí no me engaña.
Seguro que se ha apuntado el teléfono de ella en la
agenda y seguirá el tonteo por mensajitos. Un segundo…
¿Y a mí qué más me da lo que haga?
Porque me da igual, ¿verdad?
¡Pues claro que me da igual!
Pero lo que no puede hacer es ponerse a coquetear con una
chica mientras estamos intentando recaudar el dinero. ¿Qué se ha creído que es
esto? ¿Un escaparate para que se pueda lucir?
Aunque por la cantidad de chicas que se están amontonando
a nuestro alrededor… cualquiera diría que sí.
Me aparto un poco cuando otro grupo de chicas se acerca a
preguntarle. Me muerdo el carrillo por dentro. Tomo el café entre mis manos y
las caliento.
Antes me he fijado y es el único vaso que tiene puesto el
nombre, además con una flor. Se me escapa una sonrisa sin querer.
¿Por qué con Luque es siempre así? ¿Por qué siempre es
una de cal y una de arena? Me ha sorprendido el gesto y debo confesar que la
bebida caliente está consiguiendo que aguante esta tarde fría y húmeda de
diciembre. Me quejo del frío de Madrid, pero el de Málaga, con su humedad, se
te mete en los huesos y no te abandona hasta que estás en casa bajo la mesa
camilla con el brasero.
Le doy otro trago y justo en ese instante Elio vuelve con
el dinero para meterlo en la caja. Las comisuras de su boca se alzan y sus ojos
verdes centellean. Me quedo más tiempo del estrictamente necesario prendada de
ellos.
—Otra clienta satisfecha.
—Dijo nunca ninguna chica en tu cama.
Me arrepiento un segundo después de haber soltado el
comentario. Sin embargo, Luque no parece enfadarse, por el contrario, sonríe y
muerde su labio inferior con una lentitud que me exaspera.
El aire revolotea a nuestro alrededor en un torbellino,
entonces escucho un ruido que no alberga nada bueno.