Distancia Focal: Capítulo 22. Ojitos verdes
En apenas un par de segundos, la estructura
del puesto se tambalea y en un alarde de reflejos que pensaba inimaginable,
empujo a Elio a un lado; pero no soy lo suficientemente rápida como para
apartarme de la trayectoria del hierro, que cae con fuerza sobre mi brazo y me
hace perder el equilibrio.
Escucho a la gente gritar a mi alrededor y al plástico
que nos resguardaba tapándome por completo. Me remuevo, pero me freno al verme
atrapada.
—¡Jimena! —Juraría que es la voz de Elio—. ¡Jimena!
El peso que tenía sobre mí se eleva y vuelvo a sentir el
frío aire de diciembre sobre la cara. Abro los ojos y me encuentro con la
expresión seria del chico.
—Estoy bien —respondo de manera automática, buscando
incorporarme, aunque fallo en mi intento al marearme.
—Espera, espera.
Elio me sostiene.
—¿Dónde te duele? —me pregunta preocupado.
Me doy cuenta en ese momento del dolor tan horrible que
nace en mi antebrazo y se extiende hasta mi hombro.
—La cabeza y el brazo. El brazo me duele mucho —lloriqueo.
Lo levanto y me arrepiento de ello. Gruño presa del dolor
que cada vez va a más. Su ceño se frunce y me aferra a él.
—Ya viene la ambulancia —avisa una señora.
—Gracias —contesta Elio.
—¿Ambulancia? ¿Qué? No —me quejo—. Ha sido solo un golpe
y…
—Jimena, no discutas esto.
Sus ojos verdes refulgen con un destello que me hace no
replicar, aunque sí que le pido algo.
—No avises a Julia, no quiero que se preocupe.
Elio aprieta la mandíbula, sin embargo, finalmente
asiente.
—Me duele muchísimo.
—No lo muevas, puede que esté roto —me avisa él con una
mueca de gravedad.
—¿Roto?
Siento a la sangre escapar de mi rostro y como respuesta
él me pega todo lo que puede a su cuerpo, con un cuidado que me asombra.
Las luces y el sonido de la ambulancia no tardan en hacer
presencia. Yo cada vez me encuentro peor y el dolor en mi cuerpo empeora minuto
a minuto. Temo que Elio tenga razón y esté roto, me duele demasiado y siento
las palpitaciones junto con pequeños calambrazos recorrerlo de arriba abajo.
Un par de técnicos se acercan y, pese a las reticencias de
Luque a separarse de mí, los sanitarios insisten en que los deje trabajar,
aunque se queda cerca. Respondo a todas las preguntas que me plantean de forma
correcta, aunque al revisarme la cabeza se percatan de que tengo un bulto e
intercambian una mirada que no me gusta nada. Cuando me tocan el brazo, pego un
chillido.
—¡Me cago en todo! —Con la mano buena le doy un manotazo
al sanitario que me ha tocado el antebrazo— Lo siento.
Él se ríe.
—Podría decirte que es la primera vez que me pasa, pero
no…
—Te llevamos al hospital —dice el otro.
—Voy con ella.
En un parpadeo estoy en la camilla y soy el centro de
todas las miradas. La gente se agolpa para ver qué ocurre y, entonces, me
acuerdo. Antes de que Elio ponga un pie en la ambulancia vocifero:
—¡La caja con el dinero! —Él me lanza una mirada
incrédula—. Soy la responsable de ella, cógela.
—Jimena, no hay tiempo.
—¡Coge la caja, Luque!
Ninguno de los tres hombres se atreve a desobedecerme y
mi compañero se da la vuelta para rebuscar entre lo que queda de nuestro
puesto. La localiza y solo entonces me vuelvo a tumbar por completo en la
camilla y arrancamos camino del hospital.
Tengo picos de dolor a cada poco rato y siento un calor
que me envuelve por completo combinado con unos terribles escalofríos. A
nuestra llegada a urgencias, obligan a Elio a esperar fuera. Nos despedimos con
la mirada y a mí me meten a la zona de los boxes.
—¿Familiares de Jimena Miró Ruiz?
Me levanto de un salto del asiento y me aproximo a la
auxiliar.
—Aquí.
Ella me lanza una mirada de arriba abajo, en el instante
en el que creo que me va a negar la entrada, cambia de parecer.
—Pase por aquí.
—¿Jimena está bien? —pregunto inquieto.
Llevo una hora y media fuera sentado, esperando a que
dijesen algo.
—Ha sufrido una leve contusión en la cabeza de la que no
hay que preocuparse, el TAC ha salido limpio, pero tiene una fisura en el
antebrazo izquierdo. No es grave, aunque va a tener que estar con el brazo
enyesado y con cabestrillo.
Avanzamos hasta la zona en la que están los pacientes y la
auxiliar abre una de las cortinas. Me encuentro a Jimena parcialmente
incorporada, con la manta a la altura de la cadera. Compruebo que le han
quitado la ropa y ahora lleva una bata hospitalaria. Al principio no se percata
de que estamos ahí porque contempla con fascinación el gotero.
—Le hemos dado un relajante muscular y… le ha afectado un
poco.
—¿Qué quiere decir eso?
La mujer no tiene tiempo de contestar porque lo veo en
los ojos entrecerrados de la madrileña y en la sonrisa bobalicona con la que me
mira. Está puesta. Se me escapa una risilla, en parte, porque verla bien me
tranquiliza; y, en otra, porque… lo cierto es que está muy graciosa.
—Ojitos verdes está aquí.
Intenta alzar ambos brazos, pero se da cuenta de que
tiene uno de ellos inmovilizado. Lo estudia confusa, alza los hombros y al
final solo levanta uno para llamarme.
—Os dejo solos mientras voy a ver cómo va el papeleo del
informe.
—Gracias.
La enfermera se marcha y yo doy un par de pasos hacia la
pelirroja.
—Ojitos verdeeees, has venido a vermeeee —canturrea—. No
te quedes ahí de pie, ven aquí.
Da golpecitos en la cama con la idea de que tome asiento
junto a ella. En un principio dudo, sin embargo, hago caso porque pone un
puchero y tal y como está, se lo concedo.
—¿A ti no te han puesto pijama?
—No, a mí no.
—Una pena. ¿Sabes que tienen la parte de atrás abierta?
Te quedaría genial —dice con un aleteo de pestañas—. Recuerdo el día en el que
te conocí, cuando te quitaste la camiseta en clase. Me pusiste de muy mala
hostia, ¿sabes? —confiesa inclinándose hacia delante—. Pero tengo que admitir
que ver tu espalda me gustó. Tienes una espalda muy bonita. Y unos ojos muy
bonitos. También me gustan tus manos. Son muy grandes.
—Oh… lo muchísimo que te vas a arrepentir de haber dicho
eso y lo mucho que lo voy a disfrutar recordándotelo.
Ella sonríe de manera suave, ignorando por completo mis
palabras. Agarra mi mano y pone la suya buena sobre la mía para luego exclamar
a pleno pulmón.
—¡Tienes una herida! —grita—. ¡Enfermera!
—Shhh, no es nada, solo un arañazo. El golpe grande te lo
has llevado tú. Me has salvado.
—Te he salvado —concuerda. Su dedo índice comienza un
recorrido que arranca en mis dedos y avanza por mi palma. Se me pone la piel de
gallina—. No quería que te cayese el puesto encima.
—¿Y ha sido mejor que te caiga a ti? —pregunto con una
ceja alzada.
—Por supuesto, soy mucho más fuerte que tú.
Lo peor es que seguro que lo opina de verdad.
—Pensé que me odiabas. —Me noto la voz grave.
—Hay una parte de mí que lo hace. —Sus dedos siguen
avanzando por mi muñeca—. Pero hay otra que no… Y esa parte… es la que tiene el
control ahora.
—Ah, ¿sí? —Traza pequeños círculos en mi antebrazo.
—Sí.
Sus ojos se clavan en los míos y me permite contemplar
esa combinación perfecta de marrones que crean un patrón moteado. Sonríe. Es
una sonrisa que marca un hoyuelo en su mejilla derecha y que me fascina.
—¿Te he dicho ya que tienes unos ojos verdes preciosos?
Carraspeo disimulando una sonrisa.
—Me lo has dicho.
Su risa suena como cascabeles.
—Es que lo son. Son muy bonitos, es un verde que no
sabría definir. Es como el mar, pero a la vez me recuerdan al césped. —Su
mirada baja—. Tu nariz también me gusta mucho. Me parece muy masculina. —Juraría
que su rostro está más cerca, aunque no podría asegurarlo porque me tiene
atrapado con ese pestañeo lento y el toque aterciopelado en su voz—. Y tus
labios… son tan… tan…
—¿Tan? —insisto, porque necesito saber cómo los
definiría.
No obstante, me quedo sin la réplica porque Jimena se
lanza a mí y me besa. Lo hace con ganas, buscando abrir mi boca con su lengua y
robándome el aire. Dios mío…
Me obligo a separarme cuando suelta un gemido suave. No,
no podemos hacer esto. No puedo hacer esto. No con ella así. Joder, Elio, está
puesta, ¡pedazo de imbécil!
—Jimena, para —digo tras separar nuestros labios.
—Solo un poquito más —pide acariciando mi nariz con la
suya. Dios santo, que no haga eso—. De pequeña me dijeron que con los besitos se
curan las heridas y yo tengo un brazo roto. ¿Me ayudas a curarlo?
Se abalanza hacia mí, pero la paro.
—Madrileña, no.
Ella refunfuña, claramente enfadada.
—¿Es porque no te gusto?
—¿Qué?
Agacha la mirada y juguetea con su cabestrillo.
—Ainara y tú…
—No —corto antes de que pueda añadir algo más. No
entiendo por qué tengo esa urgencia—. Solo somos amigos, es como mi hermana.
Eleva el rostro y sonríe.
—Entonces, ¿por qué no quieres besarme? —Su expresión es
neutra, pero sus ojos piden respuestas.
Si supiera lo que me ha hecho ese beso. Si sintiera los
latidos rápidos de mi corazón ahora mismo… Por la Virgen, que no me mire así y
que no me haga estas preguntas.
Y pensaba que iba a ser yo el que se iba a divertir… ¡JA!
—Pues porque, si me vas a besar, quiero que lo hagas de
forma consciente. Quiero que estés cien por cien presente y que sepas lo que
estás haciendo. No como ahora.
—¡Pero yo quiero que me beses! ¡Te doy permiso!
Pone morritos para que lo haga, pero sigo negándome.
—No, pelirroja, tu permiso así no me vale. Las pastillas
te han desinhibido y eso sería aprovecharme de ti.
Suelta un suspiro entre cansada y decepcionada.
—¿Por qué la razón para no besarme solo hace que me den
más ganas de que lo hagas? ¿Por qué consigues sorprenderme siempre, Elio? —inquiere
dejándose caer sobre la cama. No ha dejado de llamarme por mi nombre y no sabe
lo mucho que me afecta que lo haga.
—¿A buenas o a malas?
—Mitad y mitad —responde con una sonrisa—. Lo que
ocasiona que contigo siempre tenga una de cal y otra de arena.
—Una de cal y otra de arena, hacen la mezcla buena. O al
menos eso dice el refrán.
Los ojos de la madrileña se entrecierran, presas del
cansancio, aunque con una sonrisa en la boca.
—¿Sabes que eso es argamasa? —dice entre susurros—. ¿Qué
vamos a construir?
—Lo que quieras, ¿qué te gustaría? —pregunto apartándole
el pelo de la cara.
—Una casa con huerto y espacio para tres perros. —Hace
una pequeña pausa en la que pienso que se ha dormido, pero no—. Espera, quiero
cambiar el deseo, quiero un castillo. Uno grande.
—Haremos un castillo —contesto ocultando una risa—. Venga,
descansa. Se te tiene que pasar el efecto de la medicación.
Hago el amago de levantarme, cuando la mano de Jimena
agarra la mía.
—No te vayas —me pide.
—No me voy a ir, pero no puedo estar encima de la cama,
la auxiliar me va a echar la bronca.
—Vale… —concede—, pero no me sueltes, tengo miedo de
salir volando. Me siento como un globo.
En un par de segundos su respiración se vuelve suave y
constante, señal de que se ha dormido. Su mano sigue agarrada a la mía, pese a
no estar consciente y yo me quedo de pie, observándola.
Así estoy en el instante en el que su teléfono empieza a
sonar. Tardo en localizarlo un par de tonos, no obstante, veo que han dejado
sus cosas en una bolsa de plástico debajo de la cama. Suelto la mano de la
madrileña con cuidado y me agacho para cogerla.
Logro sacarlo, pero es tarde. Aunque no tarda en volver a
arrancar el tono de llamada de Jimena. En la pantalla el nombre de Julia
aparece.
Mierda… ¿Debería contestar? Sé que dijo que nada de
avisar a su hermana, pero, joder… estamos en urgencias, se le ha caído encima
una maldita estructura metálica. ¿Qué hago?