Distancia Focal: Capítulo 23. ¡Sorpresa!

—¿Julia? Soy Elio.

—¿Por qué tienes tú el teléfono de mi hermana? —pregunta confundida.

Titubeo durante una décima de segundo y, finalmente, le cuento lo que ha ocurrido.

—Es que… ella ahora no está disponible —comienzo con cautela—. Verás, estábamos en el puesto para recaudar dinero cuando el viento ha tirado la estructura abajo. —Ella ahoga un gemido—. Jimena me ha protegido y se ha llevado un buen golpe.

—¿Cómo? —balbucea alarmada.

—Sí, tiene una pequeña fisura en el brazo y hemos tenido que venir al hospital. — La respiración acelerada de la hermana de Jimena me pone en alerta.

—¿Está bien? ¿Dónde estáis? —Percibo el movimiento al otro lado del aparato y el nerviosismo de Julia me hace tragar saliva. Ahora entiendo por qué la pelirroja no quería avisar a nadie.

—Espera, Julia, escúchame. —El ruido se para durante un instante—. Respira. —Me hace caso, lo sé porque una exhalación fuerte me llega por el auricular—. Está bien, ¿vale? Jimena está bien.

—¿No me estarás mintiendo para que no me preocupe?

Esa forma de ser de Julia me recuerda tanto a Mateo que me hace sonreír y al mismo tiempo siento una patada en el estómago.

—No te miento. —Aunque cuando suelto esas palabras un deje amargo inunda mi lengua—. Ven, pero hazlo tranquila, sé que tu hermana no me perdonaría si te hago venir hasta aquí corriendo y te ocurre algo.

Permanece callada. Cuando retoma la conversación, compruebo en su tono de voz que, aunque sigue nerviosa, está más calmada.

—Estaré en unos minutos, voy a pedir un taxi —me cuenta—. No tardaré.

—Tranquila, no me voy a separar de la cama de Jimena.

 

***

 

Parpadeo un par de veces. La horrible luz de un fluorescente me deslumbra y aprieto con fuerza los párpados. Mi cabeza vibra, juro que lo hace. Se parece mucho a la sensación que tengo cuando estoy de resaca, pero no es exactamente igual. Además, normalmente cuando me levanto tras una noche de fiesta no tengo semejante dolor de cuerpo.

¿Qué demonios ha pasado?

Estábamos en el puesto y… La estructura. Sí. La estructura cayó sobre nosotros y luego, sentí el dolor, aquel horrible calambre que nacía en mi antebrazo y luego subía hasta mi hombro. Y Luque. Lo recuerdo apareciendo entre aquel maldito plástico que me cubrió y la ambulancia. También recuerdo la ambulancia.

Espera, ese olor. Lo reconozco. Desinfectante. ¿Estoy en el hospital? La imagen acude borrosa a mi mente: las enfermeras, el médico, la auxiliar, el yeso, el pinchazo en el brazo, el gotero y…

Ojitos verdes. Su mano. Su sonrisa. Un beso.

Mierda.

MIERDA.

MI-ER-DA.

No.

¿Había pasado aquello? No, no podía haber pasado porque yo no quería besarlo. Debía haber sido efecto secundario de la medicación. Seguro que había sido alguna especie de alucinación.

Sin embargo, si ha sido una alucinación, ¿por qué ahora que he abierto un ojo tengo la cara pegada a lo que parece ser… la mano de…?

—Buenos días, dormilona —dice Luque con una sonrisa de oreja a oreja—. Más bien, buenas tardes, que son las ocho y media de la tarde.

Fijo mi mirada en su cara para luego bajarla por su hombro hasta la muñeca. Efectivamente, la mano que sostengo con una mía y que he babeado es del maldito Luque.

La aparto veloz y deshago la lazada que formaban nuestros dedos. Quiero levantarme, pero el mareo me hace perder el equilibrio y casi caerme de la cama. Él es rápido y me agarra, por lo que me como su pecho.

—¿Qué quieres? ¿Otro golpe? Bastante tienes con el brazo y el chichón.

Me recoloca en la cama y, con toda la confianza del mundo se sienta sobre las sábanas. Voy a llevarme las dos manos a la cabeza, pero el dolor punzante de mi brazo izquierdo me detiene. ¿Qué coño? ¿Lo tengo vendado?

—¡Ah, joder! —me lamento con un sollozo—. ¿Qué ha pasado?

—¿No recuerdas nada?

Lo miro a los ojos. A esos ojitos verdes. Él se pasa la lengua por los labios y cuando vuelvo la vista a sus pupilas trago saliva y miento agitando la cabeza de un lado a otro.

—¿Nada de nada? —insiste.

Se inclina un poco hacia delante y coloca el pelo detrás de mis orejas acariciando en el camino mi mejilla. Me echo hacia atrás en la cama y pongo distancia entre nosotros.

—Solo… el puesto, se vino abajo y luego, todo está confuso.

No estoy mintiendo. Lo único que tengo claro es que aquella cosa se había caído sobre nosotros. Su mirada recorre mi rostro y me pongo nerviosa.

—Me salvaste y te llevaste el golpe —cuenta despacio.

—¿Yo? —Bajo la mirada.

Arrugo la frente e intento recordar. Es verdad. Elio acababa de atender a aquella ancianita y regresaba con el dinero para ponerlo en la caja, instante en el que también recuerdo el número de teléfono de la chica en el billete. Aprieto los dientes. ¿Por qué no he dejado que le aplastase la cabeza?

—A mí también me has sorprendido, pensaba que me odiabas.

—Te odio —respondo con demasiada rapidez, en un acto reflejo.

Él se ríe con una suave carcajada.

—¿Sí? ¿Seguro? —Le sostengo la mirada.

—Seguro —me reafirmo, pese a que mis ojos me traicionan y descienden hasta sus labios.

Ojitos marrones, yo creo que me mientes.

—¿Cómo me acabas de llamar?

La cortina que nos encierra se abre de pronto y por ella aparece Julia. Su cara puede mostrar tranquilidad y aplomo para cualquiera, menos para los que la conocemos de verdad. Bajo todas esas capas de control, sé que mi hermana está alterada, mucho más de lo que la gente puede llegar a imaginar.

—Jimena.

Su voz es grave y sus movimientos se vuelven secos, no es la Julia de siempre. Intercambia una mirada con Elio y este se incorpora, dejando espacio para que ella pueda aproximarse a mí.

—¿Qué haces aquí? —inquiero confundida y el recuerdo de pedirle a Luque que no la avisase acude a mi mente, claro, muy claro, el más claro de todos ellos. Lo observo y él solo levanta los hombros.

—Te he llamado por teléfono y me lo ha cogido Elio. Menos mal que me ha dicho dónde estabas.

—Estoy bien, no es nada —respondo ignorando el dolor de mi brazo—. Además, ya sabes que no es la primera vez que me parto algo, relájate.

Ella frunce mínimamente el ceño y sus ojos reflejan el desasosiego por el que está pasando.

—Dime que no has avisado a papá —pido suplicante.

—Claro que le he avisado. Viene de camino.

—¡Julia! —chillo notando cómo el enfado viene a por mí.

—¿Qué esperabas? ¿Qué no lo hiciese? —suelta indignada, pero manteniéndose serena.

—Bastante tiene ya con los abuelos, no quería que tuviese más carga.

Por el rabillo del ojo veo a Luque apoyarse en la pared y contemplarnos con un gesto culpable. Lo fulmino con la mirada, ¿por qué ha tenido que responder?

—Jimena, no es carga, estás en el hospital —dice resaltando lo evidente—. Tienes que dejar de ser así.

Se le escapa una exhalación y chasca la lengua.

—¿Así cómo?

—Esa manía que tienes por no contar las cosas —expresa con un suspiro cansado.

—Le dijo la sartén al cazo —la acuso.

Ambas apretamos la mandíbula.

—Chicas, yo… debería irme. Machado me ha mandado un mensaje para que le lleve la recaudación de lo que hemos vendido antes de que se nos fuese el invento al traste así que… Mejor os dejo solas.

—Luque —murmuro entre dientes, claramente enfadada. ¿En serio se va a pirar después de dejarme a mi hermana aquí y montarme esta?

—Gracias por todo, Elio.

Él pone una mueca extraña ante la amabilidad de mi hermana y no contesta, solo asiente con la cabeza un par de veces. De mí ni se despide, no me mira y eso me enfurece todavía más. Se aleja y pronto sus pisadas se pierden por el pasillo. Maldito sea, lo odio, lo aborrezco, ¿por qué he dejado que se salvase del hierro? A lo mejor así se habría arreglado esa cabeza de chorlito que tiene.

Mi hermana toma un par de pesadas respiraciones, sus hombros caen y alarga la mano hasta tomar la mía buena.

—Lo siento —se disculpa—. Tienes razón, quizá en ese aspecto nos parecemos mucho, pero nada tiene que ver una cosa con otra. Jimena, tienes un brazo escayolado.

—Y estoy segura de que me va a doler menos y se va a curar antes que lo tuyo —la acuso sin rendirme. Ella aparta su mirada.

—¿Jimena Miró? —una sanitaria asoma la cabeza—. Tiene visita.

Ante mí aparece mi padre y detrás de él… ¡No puede ser!

—¿Mamá?

—Es increíble que me hayas destrozado la sorpresa con un brazo roto —me acusa escondiendo una sonrisa.

Rio, porque sé que está preocupada, pero mi madre, a diferencia de mi padre y mi hermana, controla su miedo con la ironía y los chistes. Sin duda eso sí que lo he sacado de ella.

Su pelo castaño con reflejos cobrizos se agita con su caminar al acortar la distancia entre nosotras y tomar asiento al otro lado de la cama. Acaricia la cara de mi hermana que la recibe cerrando los ojos. Conmigo hace nuestro saludo secreto o un burdo intento de él, pues debido a mi escayola hay un par de gestos que no logro hacer.

—Me lo he roto a propósito, así estás obligada a darme más mimos que a Julia —digo sacándole la lengua a mi hermana.

Consigo que mi madre se ría, aunque mi padre y Julia refunfuñan.

—¿Este es el paquete que ibas a recoger a correos? —inquiere mi hermana.

—Estaba en el aeropuerto cuando me has llamado y casi me da un infarto —responde mi padre.

Dios… lo sabía. Mi padre está a la que salta y yo voy y me parto un brazo. Siento una presión extraña en el pecho.

—No es nada, papá —digo buscando tranquilizarlo—. Estoy bien.

—Prefiero hablarlo con el médico, os dejo aquí, voy a ver si alguien me puede contar tus resultados. No tardo.

Quiero detenerlo, pero es más rápido y se larga. Mi madre detecta mi malestar y sé que va a intentar animarme de algún modo por la forma en la que se aclara la garganta.

—Bueno, el paquete ha llegado y quiere que su niña indestructible le cuente qué ha pasado —interviene con un tono quizá demasiado entusiasta. Sin embargo, mi madre siempre ha sido algo cabeza loca. Sé de sobra que se ha partido más de cinco huesos y le han tenido que dar puntos en al menos siete ocasiones. Mi tendencia a los golpes viene heredada de ella.

—No ha sido nada, solo se me ha caído el puesto del mercadillo encima. Mira que les dije que aquello tenía mala pinta, parecía una casa hecha con cerillas.

—Elio me ha contado que te has llevado tú el golpe por salvarlo a él —agrega mi hermana.

—Salvarlo tampoco creo que sea la palabra que utilizaría.

Mis mejillas se ponen rojas. Noto un movimiento rápido de la cabellera de mi madre que se agita de nuevo en el aire.

—¿Quién es Elio?

Ahí está. La forma en la que pronuncia su nombre me pone en alerta.

—Un compañero de clase.

—¿Solo un compañero de clase? —insiste. Sus ojos, iguales a los de mi hermana, de ese marrón mucho más oscuro que los míos, analizan cada uno de mis rasgos.

—Solo un compañero. Además, no lo soporto —añado, cuando añado la última frase centro mi atención en el yeso y lo mucho que ha manchado mis dedos.

—Es el hermano de Mateo —dice de pronto Julia y al volver la vista a mi madre, me percato de que sabe quién es Mateo. Con ella parece que sí que ha hablado más que conmigo del tema. ¿Será porque Elio es hermano de Mateo?

—Oh, ya veo —contesta pensativa—. Entonces tu compañero de clase, al que no soportas, pero has salvado; es a su vez el hermano del… amigo de tu hermana.

El momento no podía ser más incómodo, bueno, podría serlo de estar mi padre presente. Hay una especie de tensión entre las tres que me pone muy nerviosa y me hace acariciar las rasposas sábanas de la cama. Julia parece también incómoda.

—¡Ya tengo el informe y podemos marcharnos! —anuncia mi padre entrando en el box—. Es una fisura y parece que el traumatismo no es severo.

—Con lo dura que tiene la cabeza mi niña, lo que menos me preocuparía sería eso —dice chistosa mi madre.

Y es así, con mi padre repasando cada línea del informa, mi madre haciendo chistes sarcásticos, mi hermana mirando melancólica por los rincones y yo queriendo que me vuelvan a poner otro gotero con más tranquilizantes, que salimos del hospital.

 

***

 

—No me lo puede creer —dice Gaia en mitad de nuestra videollamada—. ¿De verdad lo salvaste? ¡Pensé que lo odiabas!

—Y lo hago, lo odio. Tendrías que haberlo visto coqueteando con aquella chica en el puesto. Le escribió el número de teléfono en un billete.

—¿Él a ella?

—¡No! —grito sacándola rápido de su error—. Ella a él.

Mi mejor amiga pone una mueca extraña a través de la pantalla y me ruborizo sin poder evitarlo.

—¿Te pusiste celosa y luego le salvaste la vida?

—Tanto como salvarle la vida… ¿qué os ha dado a todos con eso? ¡Solo era una maldita barra de hierro!

—Pero sí que te pusiste celosa —repite. La odio. Por supuesto que no iba a dejarlo correr.

—No fueron celos, G, es que estábamos ahí intentando recaudar dinero y el muy estúpido se dejó llevar y…

—Celos —resume—. Todo el mundo los hemos sentido alguna vez, no está mal sentirlos, Jime, lo malo es que esos celos nos lleven a hacer cosas malas.

—Puedo asegurarte que esos celos que llamas tú, no me van a arrastrar a hacer nada malo. Nada de nada. Porque no existen.

—¿Y hoy qué vas a hacer? Llevas tres días encerrada en casa —agradezco el cambio de tema.

—La idea es ir a por mi madre a su hotel y luego dar una vuelta por todo el centro de la ciudad aprovechando que están puestas las luces de Navidad.

Gaia hace un puchero.

—¿Seguirán la semana que voy yo? —pregunta con los ojos brillantes por la emoción.

—Están hasta el seis de enero, así que no tienes nada de lo que preocuparte.

—¡Toma ya! —se alegra con saltito incluido—. ¿Tu madre hasta cuándo está?

Dejo escapar un suspiro lastimero. Estoy agradecida por tenerla aquí, pero tengo la sensación de que se me están escapando demasiado deprisa los días a su lado y eso que solo han pasado tres.

—Hasta el veinticinco, se queda solo una semana.

—Entonces le tomo el relevo y prometo darte un fin de año estupendo y plagado de buenos momentos.

—Confío en ello.

Minutos después, nos despedimos y gracias a Julia consigo vestirme para ir a recoger a mi madre. Siento las primeras molestias en el brazo al poco de llegar a Larios y girar en una de las perpendiculares. Debo admitir que no llega a ser el dolor de las dos primeras noches en las que casi no pude dormir, pero me cansa y hace estar alicaída.

—Me encanta, ¿no os parece que hace una temperatura estupenda? —inquiere mi madre con una sonrisa.

—Si lo comparas con Londres…

—Qué maravilla es Málaga, esta ciudad siempre tiene algo que atrapa, como sus hombres —añade juguetona.

—Mamá… —la riño con disgusto. Mi hermana me lanza una mirada y me da a entender que está de acuerdo conmigo.

—¿Qué pasa? Es verdad. Los hombres andaluces tienen magia, pero los de Málaga… no sabría describirlos. Es más bien un embrujo que los envuelve y hace de ellos de los hombres más guapos de todo el mundo.

—Pero si tú solo has estado con un malagueño y te divorciaste de él —apunto feroz.

Gira sobre sus talones y me lanza una mueca de advertencia.

—Bueno, no he dicho que el cien por cien de ese embrujo sea bueno. A veces son demasiado cabezones y siempre quieren tener la razón.

Por mi mente, la cara de Luque hace una breve pero notoria aparición. ¡No! No pienses en él. ¡Aunque no me haya mandado ni un mísero mensaje para ver qué tal sigo durante estos días! Bueno, vale… la primera noche sí que me mandó un mensaje, pero fue con la intención de burlarse de mí, estoy segura. Volvió a decir eso de los ojitos marrones e insistió de nuevo en si no me acordaba de nada más. Insistió demasiado y eso solo me hizo pensar en… ¿y si lo besé? No. Ni de coña. Es imposible. No haría eso consciente, mucho menos inconsciente.

PUAJ.

Seguimos caminando, nos metemos en un par de tiendas y al pasar frente a un restaurante me parece ver a Emma. Una cabellera negra se inclina sobre ella, claramente besándola, para luego dejarla sola con una sonrisa bobalicona.

—Mena, ¿qué pasa? ¿Vienes o qué? —acucia mi hermana junto a mi madre a un par de metros.

Sin embargo, me quedo ahí plantada porque la curiosidad por saber de quién se trata me puede, aunque… es la intimidad de mi amiga, quizá no debería ver nada y continuar con la tarde con mi madre y mi hermana. O podría entrar y presentarme a ambos.