Distancia Focal: Capítulo 25. El almacén
La capto por el rabillo del ojo
mucho antes de que me vea. En un principio he pensado que eran solo
imaginaciones mías, pero al volver la cabeza he comprobado que sí que es Jimena.
No sé qué narices hace en la asociación, aunque supongo que se habrá acercado,
como la mayor parte de gente, por el chocolate y los churros.
Lo curioso es que parece estar buscando a alguien. Un par
de compañeros se cruzan con ella y la echan un rápido vistazo de arriba abajo.
Aprieto los dientes y contengo el impulso de decirles un par de cosas.
Ella anda en mi dirección y yo la espero con estudiada pose de indiferencia: con el cuerpo apoyado en el marco de la puerta y una sonrisa traviesa.
—Empiezo a pensar que lo tuyo conmigo es obsesión,
madrileña —digo justo cuando camina a un par de metros de mí.
Ella da un pequeño bote hacia atrás y se lleva la mano al
pecho.
—¿Eres idiota? Vaya susto me has pegado.
—¿Es por lo guapo que soy? A lo mejor mis ojitos
verdes te han deslumbrado.
El rubor rosáceo que tiñe sus mejillas me confirma lo que
ya sospeché el otro día: se acuerda del beso. Lo hace. Sin embargo, me lo
niega. Eso solo hace que mi ánimo mejore y mis ganas de estirar la cuerda para
ver si se rompe, aumenten.
—Estaba… buscando el baño.
Una socarrona risa abandona mi garganta.
—Si lo buscas está justo en el otro lado del pasillo,
como indican los carteles.
Señalo a sus espaldas las dos enormes cartulinas que
hemos colocado para que los vecinos puedan ubicarlos mejor.
—Me he… desorientado un poco y…
—Me estabas buscando, admítelo —digo apartándome del
marco de la puerta y acercándome lo suficiente a ella como para que se vea
forzada a levantar la cabeza para mirarme a la cara. Con lo orgullosa que es,
sé que no va a recular ni medio paso—. Lo que no sé es cómo has sabido que
estaba aquí. ¿Me estás acosando? —inquiero levantando una ceja y con gesto
serio—. Eso es un grave delito…
La mueca de indignación que baña su rostro me divierte
demasiado. Es tan expresiva que podría pasarme la vida analizando cada pequeña mueca
que hace con su cara y cómo de esa forma las pecas de su piel crean nuevas
figuras, como si se tratasen de nubes en el cielo.
—Lo de encontrarte ha sido una casualidad, ¿crees que no
tengo en qué invertir mejor mi tiempo que en perseguirte?
—Tampoco serías la primera que no puede dejar de pensar
en mí —comento presuntuoso y genero una nueva reacción en ella que me incita a
seguir—. Aunque puede que seas la primera pelirroja…
—Estoy segura de que tu ego es indirectamente
proporcional a… —De pronto se calla. Otra risotada se me escapa—. Lo que quiero
decir es que no he venido aquí por ti, es que mi padre trabaja como voluntario.
—¿Tu padre?
—Da clases de informática —explica.
—Espera un segundo, ¿tu padre es Alonso? —indago.
—Sí, ¿lo conoces?
Me fijo con más atención en sus rasgos y me doy cuenta de
que puedo ver cosas de él en ella, como la forma de su nariz o la barbilla.
—Vaya, con lo agradable que es él, no entiendo cómo ha podido
tener una hija tan maleducada y borde.
Jimena se indigna, pone los ojos en blanco y da la vuelta
para marcharse.
—¿No necesitabas ir al baño?
—Se me han quitado las ganas al ver tu cara —refunfuña.
—Entonces me viene genial para que me ayudes a sacar un
par de cosas.
—¿Se te olvida que tengo un brazo escayolado o qué? —rebate
enfadada y moviéndolo dentro del cabestrillo—. Aunque tampoco es que te hayas
interesado mucho en saber si estoy mejor —murmura para sí, pero lo
suficientemente alto para que yo pueda escucharlo.
Espera un segundo… ¿está mosqueada porque no la he
mandado más mensajes? La idea me pone de buen humor y planta en mi cara una
sonrisa de oreja a oreja. También siento una especie de zumbido en la boca del
estómago, que ignoro para poder centrarme en sonsacarle algo más.
—Te mandé varios mensajes al día siguiente y me
contestaste con monosílabos a todos ellos. Entendí que no querías hablar
conmigo.
—Y no quería hablar contigo —guerrea.
—¿Entonces en qué quedamos?
—En nada, en que tengo un brazo escayolado y no puedo
ayudarte. Fin —dice soberbia.
—¿Sabes que cuando te enfadas tus ojos marrones se
vuelven más claros? Tiran a un tono avellana.
Jimena balbucea, sin saber muy bien cómo responder a mi
comentario. Se pasa una mano por la cara y aparta un mechón de pelo para
colocarlo detrás de su oreja. Me gusta que no aparte la mirada de mí, pese a
que sé que la estoy poniendo de los nervios. Dios… adoro poder hacerla
reaccionar con tan poco.
—Adularme no te va a servir de nada, yo no soy como esas
pobres chicas a las que tienes engañadas y…
—No tengo a nadie engañado. Deberías saberlo a estas
alturas.
—Ya, claro…
Hay algo en cómo lo dice que me pone en alerta y pienso
en las ocasiones en las que la he visto con Ginés. ¿Podría ser que él…? ¿Le ha
contado Ginés… todo? ¿Y qué todo le ha contado?
Para no pensar en ello comienzo a andar hacia uno de los
almacenes que abro con una de las llaves y un empujón certero.
—¿Pero a dónde vas? —gruñe.
—Tengo que coger el material para uno de los juegos.
—¿Juegos? —se interesa y eso me gusta, me encanta que la
curiosidad pueda con ella más que nada en el mundo.
—Además de la chocolatada, hay juegos en los que la gente
puede participar para dejar donativos y que la asociación siga a flote.
Saco un montón de aros y se los coloco alrededor del
cuello.
—¡Eh! —refunfuña.
—Gracias por ayudarme. —Le guiño un ojo y ella me lanza
un improperio y se los quita de un manotazo—. Cuidado con esa boca, no te la
tenga que lavar con agua y jabón.
—Me gustaría ver cómo lo intentas.
Nuestro alrededor se llena de una electricidad extraña
que se espesa conforme Jimena me mira más y más a los ojos. ¿Cómo puede haber
esta atracción entre nosotros?
Recuerdo nuestros besos, tanto el accidentado en la
playa, como el del otro día en el hospital y me da rabia pensar que no hemos
tenido uno de verdad, uno en el que ella me agarre del cuello y pegue su cuerpo
al mío.
Me muerdo el labio por instinto y me alegra saber que el
movimiento de mi lengua capta toda su atención; aunque no dura mucho, un golpetazo
a nuestras espaldas me saca de la fantasía y me obliga a soltar una
exclamación.
—No me jodas… No… —En un par de zancadas estoy junto a la
puerta y tiro del picaporte con insistencia—. Mierda, no.
—Ese mierda no significará que nos hemos quedado aquí
encerrados, ¿verdad?
—Podría mentirte para tranquilizarte, pero ya te he dicho
que yo no engaño. Es que este almacén no se puede abrir desde dentro.
—Estás de puta coña. ¡De puta coña! —grita ella alarmada—.
Luque, si es una broma…
Jimena se acerca y tira un par de veces con su brazo
bueno. Imposible.
—Si sabías que la puerta no se puede abrir desde dentro,
¿por qué no has puesto algún tope? —inquiere frustrada.
—No me he acordado, me has distraído —aclaro y en vez de
enfadarme, me entra una risilla floja.
—¿Te vas a descojonar en mi cara?
—No me voy a poner a llorar, como comprenderás.
Saca el teléfono e intenta llamar.
—No hay cobertura —aviso—. Los muros aquí son demasiado
gruesos.
—Estupendo —se queja colgando y volviendo a guardárselo
en el bolsillo—. Es que soy imbécil —murmura—. ¿Por qué he venido yo hasta
aquí? No me podía haber quedado con la duda de si era él, ¿no? Claro que no,
tenía que ver si lo era y ahora… —prosigue con su verborrea.
—¿No buscabas el baño? —interrogo y aprovecho que está
junto a la puerta para apoyar una mano a la altura de su cabeza y dejar caer mi
cuerpo—. A ver si la mentirosilla vas a ser tú, madrileña.
Jimena tartamudea.
—Yo no… yo no… el baño…
Se queda muda y me muerdo la lengua con los dientes para
evitar soltar otra carcajada.
—Entonces, ¿has entrado en el edificio para buscarme? —Mi
voz se vuelve grave. Su mirada pasa de mis ojos a mis labios en un par de
ocasiones.
—Yo no te estaba buscando buscando. —Arruga la
frente—. Solo estaba comprobando si eras tú o…
—¿O si me habías imaginado? —intervengo—. ¿Tanto me has
echado de menos?
Sonrío de medio lado y flexiono el codo para acercarme un
poco más a ella.
—Tienes un concepto de ti mismo tan alto y exagerado que
resultas…
—¿Encantador?
—Dios, me vuelves…
—¿Loca?
—Sí, pero en el peor de los sentidos.
—Tú no puedes tener ningún mal sentido.
Sus pupilas se dilatan. Traga saliva y humedece sus
labios.
—Deja de hacer eso —su voz es un ruego.
—¿El qué? —Le aparto el pelo de la cara para despejarla
por completo.
—Eso —dice ronca. Su aliento me hace cosquillas en la
nariz—. Yo no voy a caer en tus trucos baratos.
—No quiero que caigas en trucos baratos, Jimena, y sé que
no lo harías, eres demasiado lista.
—Basta.
—¿Ahora qué?
—Deja de decirme esas cosas.
—¿Qué eres lista? Sé que es un hecho y es algo que admiro
de ti —confieso—. Junto con tu carácter fuerte y determinación, creo que son
tres de las características que más me gustaron de ti desde aquel primer día. —La
escucho respirar con pesadez—. También suma puntos que el otro día me salvases
al ver caerse el puesto. No me lo esperaba.
Agacha la mirada por primera vez desde que me he
aproximado a ella y ese gesto me hace tomar aire con fuerza. Al final a quien
está volviendo loco es a mí.
—Fue un acto reflejo, no te pienses que me preocupo por
ti.
—No creo que lo hagas —declaro. Sus cejas se alzan y las
comisuras de su boca se curvan hacia abajo—, no de manera premeditada, pero sí
que creo que no puedes evitar preocuparte por los demás, aunque los odies y pienses
que son unos… ¿cómo has dicho? ¿Un idiota, un egocéntrico y qué más?
Me arrimo otro poco, atraído por el embrujo de esas dos
enormes pupilas que me contemplan como si se tratasen de los ojos de un pequeño
cervatillo.
—Un capullo —consigue decir, pese a que le falla la voz—.
Además, ya te lo dije, soy mucho más fuerte que tú.
La media sonrisa que se dibuja en mi cara eleva la mitad
de mi rostro con un gesto de superioridad.
—¿No decías que no te acordabas de nada después de la
caída del puesto? Eso me lo dijiste en el hospital.
—Um… —Abre mucho los ojos, sabiéndose atrapada.
La cuerda empieza a estar muy muy tensa y el aire a
nuestro alrededor se espesa.
—¿Entonces te acuerdas de lo que me dijiste? —Se mantiene
callada—. ¿Y de lo que hiciste?
Jimena fija la vista en mi boca y pasa su lengua, lenta,
por sus labios. No me separan más que un par de centímetros de su rostro.
—Eres un capullo, ojitos verdes.
No es solo que se refiera a mí con esas dos palabras, es
el tono en el que su voz tomada y aterciopelada suelta esa frase que me acelera
el corazón. Las ganas de besarla nublan mi juicio, pero sé que ese es un paso
que no me pertenece.
—¿Por obligarte a decir la verdad? —insisto.
La veo negar de manera casi imperceptible. Se está
librando dentro de ella una batalla y ojalá… ojalá gane la opción en la que sus
labios vencen la distancia entre los dos.