Distancia Focal: Capítulo 3. La fiesta

 

Maldito niñato insoportable. He pasado uno de los mayores bochornos de mi vida. Encima ahora mi profesor de Novela me tiene localizada y marcada para el resto del semestre. Genial. Aunque la victoria ha sido mía ya que he logrado sentarme en el hueco que quería.

Estamos en mitad de la clase cuando noto un pinchazo en la espalda.

—¿Jimena? —inquiere una voz femenina. Yo permanezco de frente para no llevarme otra riña, aun así, muevo la cabeza para que ella sepa que tiene mi atención—. Me declaro fan del momento café. —La chica se ríe. A mí se me escapa una sonrisa, pero soy rápida en ocultarla con una tos.

—Yo también me declaro fan —se suma otra chica.

A mi derecha, un chico castaño y de ojos claros, suelta una risilla.

—¡Silencio! Oigo cuchicheos por ahí detrás, tengan en cuenta que esto que les estoy explicando es importante. Luego no quiero que me reclamen porque no se han enterado, ¿entendido?

—¿Y si tenemos dudas? —pregunta el chico rubio que ha saltado ante el comentario de Luque sobre los catalanes.

—Pues, levante la mano y pregunte, señor Prats, y más vale que sea algo serio. Porque como haga como el año pasado con su amiguito Luque…

—Don Mauro, usted nunca nos toma en serio, pero nuestras preguntas son muy serias.

Por la clase, el oleaje de una risa colectiva llega hasta el frente. El profesor pone los ojos en blanco, suspira y decide seguir con la explicación sobre el contexto histórico de finales del siglo XIX.

Las chicas no vuelven a hablarme y yo intento tomar apuntes de manera diligente en mi portátil. Don Mauro explica bien, pese a que usa un tono tan monótono que puede llegar a ser soporífero.

—Que se acabe ya la clase —murmura el chico de mi lado izquierdo, de cabello negro azabache y ojos oscuros.

—Eh, Machado —lo llama el rubio desde el otro lado de nuestro banco. Estando en la primera fila me parece sumamente arriesgado que se dispongan a llevar este intercambio, pero yo me centro en mi portátil y solo en mi portátil.

—¿Qué coño quieres, Biel? —dice entre dientes el aludido.

—¿Al final vas a hacer fiesta en tu casa?

—Esa es la idea.

—¿Pero solo la clase o podemos llevar a más gente? —pregunta el castaño de mi derecha.

—Tu hermana está invitada, Alex, y a Dylan ahora lo aviso —enumera—. Los de siempre claro que vienen y si queréis invitar a alguien más, pues bienvenido sea.

—De puta madre —asiente con una gran sonrisa Biel, al que echo una mirada de reojo.

—¿Machado? —la voz fan de mi momento café vuelve—. Nosotras también estamos invitadas, ¿no?

—Lola, Lolita, Lola… —expresa con tono juguetón—. Pues claro que estáis invitadas, pero esta vez nada de vomitarme en la piscina, no sabes la bronca que me echó mi madre.

—Prometo no liarla. Es que me acababan de romper el corazón y no lo supe llevar con… madurez y elegancia.

—A ver, lo que te hizo Feli no estuvo bien.

—Ese nombre está prohibido, Emma.

—¿Entonces podemos ir? —insiste Lola.

—Que sí, pesada. Pero cada uno trae su bebida, eh… ¡Que conste!

—¡Silencio! ¿Pero cuántas veces tengo que pedir silencio en esta clase para que me escuchen?

—Don Mauro, es que no somos nosotros, el ruido viene del pasillo y del patio —miente Biel.

Tengo que apretar los labios para no reírme porque el condenado es muy buen actor.

—¿Usted se piensa que yo nací ayer, Prats?

—Nadie lo piensa… —cuchichea de manera casi inaudible.

—¿Qué ha dicho? —ruge el profesor.

—¡Que estas clases tienen una acústica dispersa! —responde demasiado alto—. Una construcción lamentable. ¿No ve cómo mi voz a ratos casi reverbera?

—Yo sí que le voy a reverberar… —comienza el hombre, que se para y antes de decir nada más, prosigue con la lección, intentando calmarse.

Eso no hace que los murmullos de la clase cesen, sino que ahora la noticia de la fiesta en casa del tal Machado corre como la pólvora y todo el mundo está con el móvil por debajo de la mesa de manera disimulada, bueno, no todo el mundo porque más de uno y una está con él a plena vista.

Cuando llega a su fin la clase el alboroto estalla y Don Mauro sale escopetado. Los chicos de mi banco salen hacia el pasillo y el aula se queda prácticamente vacía.

—Oye, Jimena —me llaman a mi espalda. Esta vez sí que me giro—. Lola.

Una chica rubia de pelo lacio y grandes ojos azules me sonríe. Al fin le pongo cara. A su lado una chica morena, con el cabello rizado por los hombros y piel muy clarita, toma el turno y también se presenta.

—Yo soy Emma.

—Un placer, bueno yo soy… ya sabéis, Jimena.

Las tres nos reímos.

—Gracias por habernos dado la primera anécdota del curso —expone Emma inclinando su cabeza.

—Luque a veces se pasa de chulo y creo que has llevado genial el toreo al que te ha sometido.

Observo la camiseta blanca que he colocado encima de mi mochila. La mancha de café se ha oscurecido.

—No creo haber ganado la batalla.

—Lo importante no es cómo termina la primera batalla, sino la guerra —apunta Lola con una sonrisa de satisfacción, a mí me recorre un escalofrío—. Y, una cosa, te vendrás a la fiesta de Machado, ¿verdad?

—No, no creo. No sé… Sería raro. Nadie me ha invitado.

—¡Pues te invitamos! ¿No has oído a Machado? —responde Emma poniendo un puchero fingido.

—Encima vas a ir con lo mejor de la fiesta, ¡nosotras!

Ambas me sonríen y lo cierto es que parecen majas y no ese tipo de «majas en apariencia», sino majas de verdad, sinceras en su invitación. Pero, por otra parte, debería ver si papá necesita ayuda esta noche con la abuela. Julia tenía una sesión de fotos y no sabía muy bien cuándo iba a volver a casa.

—Aun no estoy segura porque tengo un poco de lío, ¿os doy mi número y lo hablamos durante esta tarde?

Lola es rápida al cogerme el móvil y marcar su número, hacerse una foto y guardar su contacto. Hace lo mismo con Emma. Seguidamente llama con mi teléfono al suyo y me hace una foto totalmente sin avisar.

—He tenido que salir horrible en esa foto, ¡esas cosas se avisan!

—Oh, venga, ya… eres muy mona.

Emma le lanza una mirada que no sé identificar, pero no dice nada.

—¿Te apetece que nos tomemos un café? Hasta las doce no tenemos Teoría de la literatura —ofrecen.

—Claro —acepto rápidamente atrapada por la esperanza de no verme vagabundeando sola las dos horas que nos quedan hasta entonces.

Guardo todo en mi mochila e incluso doblo la camiseta del maldito Luque en uno de los bolsillos, con cuidado de que no me manche nada más. Ya pensaré en si intentar lavar la camiseta o quemarla…

 

*      *      *

 

—Buenas tardes, cariño —me recibe mi padre en casa—. ¿Cómo ha ido hoy el día en la universidad?

—Bien, creo que he hecho un par de amigas —digo obviando por completo el incidente del café.

—¿De verdad? ¡Eso es genial! —exclama entusiasmado.

En sus ojos marrones veo a la culpabilidad asomada.

—Sí, me han ayudado a ubicarme por los pasillos de la facultad y me han dicho a qué baños tengo que ir y cuales evitar, los precios más baratos de cada facultad, caminos secundarios para atajar…

—Cuánto me alegro, Mena.

Mi padre se acerca y me abraza efusivamente. Huele a comida y a casa de los abuelos, bueno… a nuestra casa. Todavía se me hace raro pensar en este sitio como mi hogar y no hacerlo con el piso de Madrid.

—¿Cómo están los abuelos? ¿Hoy ha tenido la abuela un buen día?

El rostro cansado de mi padre, pero animado, me adelanta la noticia. Ha debido de ser un buen día, aunque agotador.

—Están en la terraza, ve a verlos, el abuelo está ayudando a la abuela con uno de esos puzzles que le han mandado. Yo voy a terminar de hacer la comida y ahora os aviso.

—¿No quieres que te eche un cable?

—No, no. Ya está hasta la mesa puesta, solo me queda terminar la ensalada y podremos comer. Espero que tengas hambre. Julia al final no viene, así que vamos a tener que repartirnos su parte —añade con un guiño.

Me dirijo hacia la terraza, dejando la mochila en el salón y me quedo por un instante observando a mis abuelos. Él le indica el significado de una de las tarjetas que sostiene en la mano y ella entrecierra los ojos tras esas enormes gafas para poder ver con más facilidad lo que pone.

Es una escena que me hace sonreír de oreja a oreja, sobre todo si pienso en que ambos llevan toda la vida juntos, desde muy pequeños.

Hijos de la posguerra, ambos comenzaron a trabajar siendo muy niños, ella con siete y él con ocho. Mi abuela en el campo, aguantando horas y horas bajo el sol, en condiciones extremas de hambre. Él en el mar, en la pequeña barca de su padre, donde intentaban pescar aquello que podían y les dejaban.

Se encontraron por primera vez en el mercado. Mi abuelo dice que se enamoró de ella al instante, que fue verla aquella tarde con el sol poniéndose y caer a sus pies. Tenían quince y dieciséis años y pese a los esfuerzos de mi abuelo en que ella se fijase en él… nada parecía valer.

Mi abuela me confesó que sí que había posado los ojos sobre aquel muchacho de piel morena por el mar y la sal, pero que al ser huérfana de madre y la mayor de cinco hermanos, se debía a su padre.

Sin embargo, aquel intenso intercambio de miradas prosiguió en el tiempo. El mercado era su punto de encuentro, el lugar en el que podían intercambiar palabras disimuladamente y el lugar en el que mi abuelo comenzó a entregarle a mi abuela pequeños trozos de un cuaderno en los que ella era su musa. Porque era analfabeto, pero la pintura era algo natural en sus dedos. Años entre sonrisas de mercado y bocetos escondidos, que al final pudieron con todo y todos.

El resto de su historia no fue fácil, nada fácil, pero si alguna vez creí de pequeña en cuentos de hadas, fue por ellos.

Mi abuelo la mira con devoción. Repite la palabra y, esta vez, cuando a mi abuela se le escapa un mechón de pelo de su recogido él es rápido y se lo coloca detrás de la oreja.

—¡Eso es! ¡Cuchara! —Aplaude emocionado—¿Ves como sí que podías decirlo? La palabra la sigues teniendo ahí, solo hay que encontrarla.

—Buenas tardes al mejor profesor y la mejor alumna de todo Málaga —digo interrumpiendo.

—Menita, ya estás aquí.

Mi abuelo se levanta y me rodea en un tierno abrazo.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Ha sido una mañana estupenda, ¿a que sí, Manuelilla?

Ella responde con una sonrisa y alza sus manos con cuidado, pidiéndome que me acerque. Yo hago caso y me desprendo de mi abuelo para poder abrazarla a ella.

—Menita, hueles a café —responde. Suelto una pequeña carcajada.

—¡Ya está lista la comida! —grita mi padre desde dentro.

—Venga, que te ayudo, abuela.

Ella se agarra a mi brazo. Admito que tener estos instantes en los que hago vida con ellos está siendo una recompensa tras tantos años viniendo solo durante las vacaciones.

Comemos y estamos en mitad del postre cuando empiezan a llegarme un montón de mensajes. Lola ha creado un grupo con Emma y conmigo para organizarnos esta noche.

—Jimena, ¿pasa algo? —pregunta mi padre ante las vibraciones.

—Nada, una compañera de clase que quiere que vaya a… —me corto antes de decir la palabra.

—¿A dónde? —insiste.

—No, nada, déjalo. No es nada.

—Seguro que es una fiesta —interviene mi abuelo. Le lanzo una mirada reprobatoria, pero le da exactamente igual.

—¿Es una fiesta? ¿Y por qué no vas?

—Papá, pues porque… no sé, apenas las conozco.

—Una fiesta es un buen sitio para conocer gente.

—¿Y no te importa que sea una fiesta en casa de alguien que no conozco y donde va a haber alcohol?

—Hija, sé que el alcohol te es familiar, que tienes veinte años. ¿Recuerdas la boda de los Méndez? Ni pestañeaste con el chupito. —Me pongo roja.

—Bueno, es que no me apetece, prefiero…

—¿Quedarte en casa con nosotros? —Es ahora mi abuela la que habla. Lo hace de manera lenta, sé que le cuesta, pero lo hace.

—Me gustaba la idea de vernos una película juntos y…

—Menita, ve a la fiesta —se impone mi abuelo.

—¿Alguien quiere café? —digo levantándome de la silla—. ¿Abuela un té?

Cojo un par de platos y los llevo hasta la cocina. Mi padre no tarda en aparecer a mi lado.

—Mena… —Deja un par de cubiertos sobre la pila—. Sé que quieres ir a esa fiesta, pero te da apuro dejarme solo con los abuelos.

—No es eso, papá.

—Es eso. Te conozco muy bien.

—Es que… me siento mal saliendo y viendo cómo tú te quedas en casa encerrado. Nos mudamos todos para ayudar a los abuelos, no solo tú.

—Lo sé, pero yo también salgo y hago mis cosas.

—Reunirte con los señores del barrio en el parque para jugar al dominó no es precisamente tu tipo de ocio. Tú antes ibas al gimnasio, de escalada, ¡pero si hasta ibas a clases de salsa!

—Tienes razón, quizá yo también me estoy centrando demasiado en estar con ellos. —Se queda callado durante un instante—. Vale, hagamos un trato, hoy soy yo quien se queda con ellos, pero al próximo plan que me surja…

—Que te planteemos Julia o yo —corrijo.

—Que me busquen mis preciosas hijas, hacemos el cambio, ¿trato hecho?

—Trato hecho. Pero hoy friego yo los platos.

 

*      *      *

 

A las siete y media me recogen las chicas. Vamos en el coche de la hermana de Lola.

—¿No es muy pronto para que aparezcamos? —cuestiono.

—Qué va, vamos a la hora justa. Más tarde se llenará la casa y será imposible estar y solo te querrás ir. Te lo puedo asegurar.

—La casa de Machado es enorme, pero tienden a írsele de las manos las fiestas —añade Emma.

—¿Vive solo?

—No, con sus padres, pero son diplomáticos y están semana sí, semana también por ahí.

—Pero tranquila, no es un esnob soplapollas, es un tío muy majo.

—Ya estamos, chicas —anuncia la hermana de Lola—. Avísame con una media hora de antelación para venir a recogeros, ¿entendido?

—Sí, mamá… —Se gana un capón—. Te he dicho que no me pegues, que estoy estudiando. Como se me olvide la generación del 98 será todo tu culpa.

—Anda, pasadlo bien y con responsabilidad. Si algún tío os molesta…

—Primero nariz, luego huevos. —Su hermana asiente, satisfecha.

La casa de Machado es la mansión Machado. Es un sitio enorme, con una caseta para el portero, ahora vacía, y una fuente en la entrada. Parpadeo un par de veces. Emma llama al telefonillo y una cámara se enciende y nos apunta directamente. Nadie dice nada, pero el gran portón se abre y nosotras pasamos.

—¿Te pusiste el bañador debajo? —inquiere Lola.

Mierda, se me ha olvidado.

Entonces mantente lejos de la piscina, se montan auténticas guerras ahí dentro. —Se adelanta un poco más y me rio al detectar el ruido de botellas de cristal de su mochila.

Yo me quedo a la altura de Emma y observo cómo no para de darle vueltas a la parte baja de su camiseta. Está nerviosa. No tardamos mucho en acercarnos a la gran puerta de madera y somos recibidas por el propio Machado.

—Lola, Emma y la cafés —anuncia.

—Jimena —le corrijo con una mueca de advertencia.

—Esposa de Rodrigo Díaz de Vivar, por favor, pase, pase… —responde con tono burlón.

—No te lo tomes a pecho —me dice Lola—, Machado no se toma muy en serio ni a sí mismo. En cuanto vaya un poco más borracho verás que se pone a recitar algo del Machado de verdad, de Antonio Machado. Se pone insoportable con las referencias literarias…

Atravesamos un enorme salón de mármol y objetos demasiado caros y relucientes para terminar en la parte trasera de la casa. Es un jardín muy cuidado y ya hay unas veinte personas bebiendo, comiendo y dándose pequeños chapuzones. Es un entorno agradable en el que la música llena los huecos de las conversaciones y, si bien nos ganamos las miradas de todos nada más llegar, pronto dejamos de ser la novedad.

—Tomad —Lola nos acerca tres vasos de un plástico translúcido que miro con curiosidad—. Están hechos de patata. La hermana mayor de Machado es Ingeniera Medioambiental, intentan reducir el plástico todo lo que pueden.

Nos servimos la bebida y comienza el peor momento para mí en una fiesta. Y es que cuando eres nueva en cualquier tipo de círculo y te sientes totalmente fuera de lugar. Por suerte, Lola y Emma se encargan rápidamente de ir acercándose grupo a grupo a hablar con ellos y presentarme.

A la mayoría los reconozco de clase, aunque su nombre tal y como me lo dicen, se me olvida. Así seguimos hasta que tomamos sitio frente a los chicos con los que me siento en la bancada, aunque veo caras nuevas.

—Esa es Ainara, la hermana melliza de Alex —me explica Emma, gracias a la distancia, podemos cotillear sin problema. La chica se parece muchísimo a él, pero muchísimo de que es una versión femenina de su hermano—. Estudia Historia del Arte en nuestra uni y ese es Dylan, es amigo de Machado desde que son niños, también estudia Filología, pero inglesa. —Fijo mis ojos en un chico alto, musculoso y moreno—. Y faltan Biel, el chico rubio que se sienta en tu fila y, obviamente Luque, que… bueno, no tengo que explicarte quién es.

—No… desde luego que no.

—¡Eh, Machado! —grita Lola acercándose a él y dándole un abrazo—. Eres muy mal anfitrión, nos estamos quedando sin comida y no querrás que vomite en tu piscina —amenaza ella.

—Pues tú eliges, Lola Lolita Lola, ¿qué quieres para no mancillar mi piscina?

—Pizza.

—Pues pizza será.

Lola vuelve a acercarse a nosotras y me percato de que Machado es una de esas personas a las que le encanta ser el alma de la fiesta; en cambio, Alex y Ainara son más tímidos, quedándose en un segundo plano. Dylan, por su parte, se ha lanzado a la piscina y nada al ritmo de la música.

Dejo de fijarme en ellos y las chicas empiezan a preguntarme todo tipo de cosas, desde por qué estoy en Málaga, la zona en la que vivo, mis intereses… conversación en la cual ellas también me acaban contando parte de sus propias historias y me doy cuenta de lo mucho que tenemos en común, en especial sobre música.

Me siento relajada, me siento como antes de verano: como simplemente una chica en una fiesta pasándoselo bien y no preocupada por el estado de su familia y es liberador.

—Chicas, necesito ir al baño —advierto.

—Voy contigo —se ofrece Emma.

Lola se queda dando vueltas por el jardín, saludando a otros grupos y nosotras nos adentramos de nuevo en la casa. Menos mal que no es la primera fiesta a la que mi compañera asiste, porque vaya lío para encontrar un baño en este laberinto de dorados y sedas.

—Mi habitación es más pequeña que este sitio —digo alegando a las dimensiones descabelladas del cuarto de baño—. Juraría que hasta mi cama es más pequeña que esta bañera.

Emma se ríe. Aprovechamos este par de minutos también para refrescarnos un poco.

Salimos charlando y ella me cuenta un poco más de su relación con su hermana pequeña, con la que se lleva trece años. En esas estamos cuando giramos una esquina y me estampo contra una figura que suelta un gemido, parte de la bebida de mi vaso nos empapa y siento esa mezcla pegajosa del alcohol y el refresco caerme por el escote.

—Estás de coña —exclama él. Reconozco la voz de inmediato y me pongo de mal humor—. ¿Pero qué tienes tú con mis camisetas?

—Oye, perdona, esta vez ha sido sin querer —se me escapa. Mierda. Soy tonta.

—Así que esta vez, eh…

—Elio, no —le advierte Biel viendo lo mismo que yo en la mirada de su amigo: una mala idea.

Pero él no le hace ni caso. Me agarra por la cintura y me coloca sobre su hombro con facilidad.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —grito pataleando.

—¿Sabes nadar?

—Sí —gruño.

Casi no me aprieta la cadera, me tiene en equilibrio sobre el hombro, con un movimiento podría bajarme, estoy segura. Pero no quiero romper nada de esta estúpida casa porque estoy segura de que hasta las flores de decoración cuestan más que todas mis pertenencias.

—¿Tienes algo de valor en los bolsillos? ¿Móvil, cartera, llaves del coche… cualquier cosa que pueda estropearse? —enumera saliendo al jardín—. Porque más vale que te las saques de encima.

—Ni se te ocurra tirarme a la piscina —le advierto—. Ahora mismo podría reventarte la nariz de un solo rodillazo.

—No lo vas a hacer… tu modus operandi es otro. Como hacer que se te cae el café en mitad de clase, ¿verdad?

—Estaba enfadada, me robaste el café y fuiste un borde.

—Y a mí me robaste mi precioso tiempo y fuiste una maleducada hablando por teléfono y molestando a todo el mundo.

—Vale, a lo mejor debería haber colgado antes de crear esa fila, pero…

Los invitados nos miran mientras seguimos discutiendo. Elio rodea a su grupo de amigos y observo que se encamina sin piedad hacia la piscina.

—Como soy una buenísima persona, te doy la opción: Pídeme perdón y te suelto. Empezamos de cero —propone con calma.

—¿O sino me vas a tirar al agua? ¿Eres el matón del grupo? —Su risa, grave y profunda hace ecos en mi estómago.

—Por tu culpa me he perdido el primer día de clase y ya me has manchado dos camisetas. Quiero una disculpa o ya sabes lo que toca, aunque tranquila, te voy a lanzar a la zona que no cubre —amenaza y me balancea hacia la piscina.

—Eres un imbécil.

—Encima insultando.

—Me estás cargando como un puto saco de patatas, pedazo de cabeza hueca. Todo por un café y un sitio en clase.

—No, no, no… sabes que esto no es por un café y un sitio en clase, es por esa actitud que tienes, Jimena.

Se me pone la piel de gallina cuando escucho mi nombre.

—Lo de ahora sí que ha sido un accidente.

—Mucho blablablá, pero no escucho un «perdón, Elio» —murmura entre risas—.Accidente por accidente…

Me calmo medio segundo y pienso en sus palabras. ¿Debería pedir perdón y, como él dice, empezar de cero? O, por el contrario, ¿debería deshacerme de su agarre y ponerle las cositas claras y que a mí no se me coge como un maldito saco y se me pasea por ahí?