Distancia Focal: Capítulo 4. Que todos son de su condición
Será capullo. Ni de coña le pido perdón, no después de este
momento de troglodita. Me revuelvo con insistencia y estoy a punto de
salir victoriosa, si no fuese porque mi movimiento lo desequilibra y terminamos
los dos cayendo.
Pronto el agua nos engulle. Luque me ha soltado nada más
tocar la superficie, pero ahora soy yo quien lo busca,
lo agarro y le hago una aguadilla, él se deja hundir en el agua.
Cuando saca la cabeza, me mira sorprendido y se
muerde el labio. Sus amigos lo corean. No pierdo la oportunidad y me lanzo sobre él de nuevo. Vuelvo
a meterle la cabeza bajo el agua y cuando me dispongo a huir, me atrapa de la
cintura y pega a él.
Tengo el corazón a mil, no por él, ni de coña por él; sino por todo el esfuerzo. Intento soltarme de su agarre, pero me aprieta contra su cuerpo para que deje de intentar ahogarlo, inmovilizándome, llegando a dejar nuestras cabezas pegadas.
—Mira
cómo hemos terminado los dos y solo por no pedir perdón. Eres una orgullosa,
Jimena Miró Ruiz, una orgullosa.
—Suéltame —exijo. Miro con ferocidad sus ojos verdes que
con el reflejo del agua clarean. Sus brazos se relajan, pero flotan muy cerca
de mí.
—Al menos debería darte las gracias por ayudarme a limpiar
mi camiseta, bueno, una de ellas —dice con voz ronca—. Te recuerdo que quiero la
blanca limpia para la semana que viene
—Eres un imbécil.
—Y tú una insultona orgullosa a la que parece que le gusta mucho verme con la
camiseta mojada.
—Creído.
—Porque
puedo.
Yo
no me muevo, solo respiro su aliento. Su mirada sigue
en mí. Cortamos el contacto visual cuando gran parte de la gente salta a la
piscina y yo me doy la vuelta para salir.
—Por un segundo pensé que le dejabas sin cabeza —advierte
Lola.
—No sé sin cabeza, pero has estado a punto de reventarle la
cara —agrega Emma entre risillas nerviosas.
—Es que es un idiota.
—Elio es… Elio —asegura la primera—. Es un poco cabeza loca, pero…
—Es un idiota creído que se piensa que porque es guapo
puede hacer lo que quiera —respondo con una mueca de asco—. Y ahora estoy
empapada, joder, y ya no hay sol.
—Te
dije lo del bikini… Así de mojada vas a pillar una cistitis y te aseguro que mi
hermana no te va a dejar montarte en el coche. Para ella Juanito es todo,
quiere más a ese trasto que a mí.
—¿Por qué no pruebas a buscar alguna toalla dentro? —propone
Emma—. Creo que en el cuarto de la lavandería tienen toallas limpias. Está
pasada la cocina, ¿quieres que te acompañe? Incluso podemos pedir un secador de
pelo.
—No,
no, tranquila. Disfruta de la fiesta, además, hemos pasado por delante de la
cocina para ir al baño, creo que no me perderé, cogeré una toalla y veré si
puedo secarme. ¿Me podéis seguir guardando el móvil y
la cartera?
—Sí, te he ido recogiendo todo mientras te lo sacabas de
los bolsillos —me cuenta y se lo agradezco con
una sonrisa.
Enfilo hacia la casa y camino de puntillas, con cuidado de
no resbalarme. Localizo la cocina y al fondo compruebo que está el cuarto del
que me ha hablado Emma.
Ordenadas por colores y tamaños me encuentro todo un
muestrario de toallas y cojo una. Empiezo a secarme como puedo y entonces me
percato de que uno de los dos enormes cacharros que hay es una secadora. Algo
mucho más rápido y eficaz que un secador de pelo, desde luego.
Son apenas una camiseta, unos pantalones cortos y mi ropa
interior, no debería tomar más que un par de minutos y todo el mundo está en el
jardín, al otro lado de la casa… No es demasiado arriesgado, ¿verdad?
La tiritona que me recorre me asegura que no. Me quito la
ropa y me envuelvo con una toalla. Meto todo en la secadora y empieza el drama.
Es una de esas modernísimas secadoras coreanas, que hasta
me saluda con una agradable voz robótica, pero a la cual no termino de
comprender.
—¿Se supone que tengo que meter los kilogramos de ropa? —me
digo en voz alta al ver una especie de simbolito de peso.
—¿Necesitas ayuda?
No controlo muy bien el impulso y agarrando una cestilla
decorativa, la lanzo a mis espaldas. Maldita mi suerte, bendita mi puntería,
que doy en el blanco y lo siguiente que escucho es un quejido de dolor.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! —repito una y otra vez
aproximándome al chico que se tapa el ojo derecho.
Rezo a todos los dioses, diosas y entidades galácticas para
no haberlo dejado tuerto. ¿Pero qué me pasa hoy? Es que no doy ni una. Bueno…
una he dado y de pleno.
—Tranquila, es normal —responde con un tono amable y una
pequeña risa nerviosa—. Te he asustado y te has defendido, no te preocupes.
Se quita la mano y compruebo que le he dado en toda la
ceja, le va a salir un buen chichón, estoy segura.
—Es que estaba intentando accionar la secadora porque me he
empapado y como solo llevo la toalla me he puesto nerviosa y… —La realidad me
abofetea. Estoy desnuda frente a un total desconocido en el cuarto de la colada
de otro desconocido.
Debe ver el temor en mi rostro cuando me echo hacia atrás y
pongo distancia entre nosotros.
—Puedo ayudarte con la secadora, si quieres —dice con calma.
—Bueno, yo… te lo agradecería.
Mantiene una distancia prudente, camina hasta el aparato y
con un par de toques lo programa. En un segundo toda mi ropa empieza a dar
vueltas en el tambor con un ronroneo metálico.
—Gracias.
—No ha sido nada —contesta, pero veo cómo se frota la frente
de manera disimulada.
—Lo siento —repito. Él suelta una carcajada.
Es guapo, muy guapo. Delgado, de ojos azules, labios muy
carnosos y pelo negro peinado hacia atrás. Tiene una sonrisa afable, aunque en
su comisura izquierda pareciese que guarda un secreto.
—Encantado, soy Ginés.
—Jimena —digo rápida.
—No te había visto antes por las fiestas de Machado.
—Me he mudado hace poco a Málaga.
—El acento te delata, madrileña.
—Pillada —respondo con voz bobalicona. Dios, Jimena…
—¿Y cómo has terminado aquí?
—Por temas familiares al final mi padre, mi hermana y yo
nos hemos mudado con mis abuelos.
—Me refería al cuarto de la lavandería —apunta él. Sé que
me acabo de poner roja por el calor que me sube desde el estómago hasta las
mejillas.
—He tenido un pequeño rifirrafe con Luque, no sé si lo
conoces.
—Demasiado bien —agrega con un matiz que no consigo
descifrar y que me causa curiosidad. Se crea un pequeño silencio que sigo
llenando con mi verborrea.
—Bueno, pues hemos terminado cayendo en la maldita piscina
y…
—Espero que no te haya hecho daño.
—No, no. Estoy bien. Solo estoy muy mojada. —Se le escapa
una risa y ahora sí, que sí, me quiero morir.
—¿Tienes frío? Puedo prepararte un té —se ofrece servicial.
—No te molestes, vuelve a la fiesta.
Él pone mala cara e insiste.
—No es molestia, te lo juro y casi que prefiero quedarme
por aquí contigo, al menos hasta que esto termine y comprobemos que se ha
secado tu ropa.
El revoloteo de mariposas me hace asir un mechón de mi pelo
y acariciarlo con nerviosismo. ¿Es este chico real o al caer en la piscina me
he dado un golpe y he perdido el conocimiento por lo que ahora estoy moribunda
e intentando ser reanimada? Nunca en mi vida me había topado con un chico tan
sumamente encantador, atento y, sí, voy a pecar de superficial, guapísimo.
Me detengo a contemplar su ojo que empieza a hincharse
—Deberías ponerte un poco de hielo ahí.
—Justo venía a por eso a la cocina cuando te he escuchado,
aunque era para la bebida. —Vuelve a reírse. Parece un chico demasiado risueño
y más si tenemos en cuenta que acabo de atacarle.
La secadora pita y al abrirla compruebo que la ropa está lista.
—Misión cumplida —señala.
—Gracias y siento… —Me llevo la mano a la ceja—. Lo siento
mucho.
—Nada, con un par de minutos con el hielo, se me pasará.
—Debería vestirme —señalo en un intento de convencerme a mí
misma.
—¡Al fin te encuentro! —grita Lola apareciendo en la puerta
de la lavandería—. ¿Por qué estás desnuda?
Pasa su mirada de uno a otro en un par de ocasiones y sus
ojos se abren muchísimo.
—No es lo que parece —digo rápida—. Ginés solo me estaba
ayudando a secar la ropa.
—Bueno, eso da igual, vístete, mi hermana estará aquí en
veinte minutos. Le han cambiado el turno en la hamburguesería y entra mañana a
primera hora, así que o nos recoge ahora o nos quedamos en tierra. ¡Vamos!
Agarro la ropa de la secadora y comienzo a andar detrás de
Lola.
—Nos vemos —me despido del chico y él hace un gesto con la
cabeza.
* *
*
—Gracias por traerme —digo bajando de Juanito.
—Nos vemos mañana en clase —responde Lola desde la ventana
del copiloto.
Alzo la mano en un adiós y Emma me imita desde los asientos
traseros. Me giro para caminar hacia el portal cuando me percato de que una
figura que conozco muy bien se acerca.
—¡Julia! —la llamo. Ella alza la mirada y parece regresar a
la Tierra—. ¿Vuelves ahora de la sesión de fotos?
—No… —contesta con esa vocecilla suya tan calma y serena,
pero cargada de una electricidad que capta mi curiosidad—. He ido a cenar después.
—¿Y qué tal? —me intereso mientras abro el portalón. Lo veo
muy rápido en sus ojos, esa chispa.
—Bien.
—Esa cara no es de solo «bien» —insisto. Por lo general, mi
hermana mayor es tan sumamente tímida, que reserva sus emociones para sí misma
con demasiada fiereza—. Venga, dime, ¿qué ha pasado?
Nos detenemos en el descansillo, a un tramo de escaleras de
nuestra casa, sabiendo que una vez estemos dentro, la privacidad desaparecerá
entre las paredes del pequeño hogar.
—He conocido a un chico.
—¿En serio? —pregunto entusiasmada.
—No te emociones tanto —me reprende con delicadeza.
—¿Por qué no? —insisto y le agarro de las manos.
—Pues porque es el fotógrafo.
—Uhhhh, eso es tan cliché: el fotógrafo y la modelo.
—No me ayudas, Mena.
—¿Por qué? Pues porque con ese comentario solo me haces
darme cuenta del error que es.
—¿Error? ¿Por qué?
—Pues porque los clichés solo valen para las telenovelas de
domingo, no para la vida real —se queja desanimada.
—Oh, venga, ya, Jules. —La agarro de los hombros e
intento animarla—. Déjate de tonterías y cuéntame el salseo. ¿Es
agradable?
—Más que agradable. —Su rostro exhibe un resplandor que opaca
a la leve luz de las escaleras.
—Ay, pero no te quedes solo en eso, ¡suéltalo todo!
—insisto.
Duda por un segundo, sin embargo, luego se deja llevar y
termina por confesarlo todo.
—Es inteligente, sin ser pretencioso; muy amable, tranquilo
y tiene unos ojos oscuros preciosos. —Suspira—. También es muy divertido y sabe
cómo utilizar el humor de una manera tan genuina y sin caer en lo ordinario… Ha
sabido perfectamente cómo llevar la conversación para que todo el mundo se
sintiese incluido. Hacía tiempo que no me sentía tan en paz con alguien. —No
puedo evitar sonreír al verla hablar de él—. Y tenemos tantas cosas en común…
¿sabes que a él también le interesa mucho la astronomía? Hemos estado casi toda
la noche hablando de ello. Aunque creo que las otras dos chicas no se lo han
tomado muy bien cuando hemos monopolizado la conversación, quizá nos hemos
dejado llevar demasiado. —Entonces la expresión de mi hermana se transforma—.
Pero es algo que debo quitarme de la cabeza.
—¿Por qué?
—Pues porque nos acabamos de mudar, papá y los abuelos nos
necesitan, además estoy con el trabajo de la tienda hasta arriba, más luego los
pequeños castings que me salen…
—Pero te gusta, lo veo en tus ojos y en esa sonrisilla que
traes.
—Mena, es que no ves que no es el mejor momento para…
—Es el mejor momento —acorto—. Lo que quiero decir es que
le des una oportunidad. Hace milenios que no te veía interesada en ningún chico
—señalo con una mueca. Ella me da un golpe en el brazo demasiado débil como
para hacerme daño—. Dices que te hace sentir bien y no parece un capullo. No te
digo que salgas con él en plan superformal y pienses en tener sus hijos.
Por favor… —Ella se pone roja—. Pero podrías salir un par de veces con él y
despejarte, un arrumaco no le viene mal a nadie nunca.
—¡Mena! —se escandaliza.
—Sé los libros que lees, no me vengas con vergüenzas ahora.
Recuerdo esos ositos de gominola que…
—¡Mena! ¡Basta!
—¿Chicas? —nos interrumpe mi padre desde lo alto de la
escalera—. ¿Pero qué hacéis ahí?
—Acabar de llegar a casa —contesto rápida.
Él nos lanza una mirada acusatoria, pero me adelanto y lo
abrazo.
—¿Lo habéis pasado bien? Hija, hueles a cloro.
—Lo he pasado de maravilla —es una medio mentira—. Es solo
que me he resbalado y me he caído en la piscina.
—Una ducha y a la cama, que mañana tienes clase.
—No me lo recuerdes —murmuro entre dientes camino del baño
en donde me encuentro una camiseta blanca con una enorme mancha de café en un
rebaño—. Puto Luque y puta mancha que no sale.
* *
*
Sigo dándole vueltas a la noche de ayer, ¿era él? No. No
podía serlo. Seguro que fue una alucinación y, sin embargo, otra vez esta bola
de sentimientos confusos se ha adueñado de mi cabeza.
—¿Café solo? —anuncia Manolo desde la barra.
—Aquí.
Dejo el dinero y de una sentada me bebo la mitad del café.
Quema, arde, me noto la lengua abrasada, pero es una sensación que agradezco
para terminar de despertarme.
—Buenos días —saluda
Biel—. Vaya cara de mierda tienes, ¿no?
—No he dormido mucho.
No es una mentira, pero tampoco una verdad, porque la cara
de mierda que llevo es por ÉL. Le doy otro trago al café. El ruido de las casi
nueve de la mañana me taladra la cabeza. La gente no para de correr de un lado
a otro y nosotros giramos la esquina para llegar hasta las escaleras.
Es ahí cuando la veo entrando por la puerta con un termo.
Su mirada se centra en la mía. Esos ojos castaños rebeldes, decorados con la
fina capa de máscara de pestañas que los hace más rasgados, más amenazantes y…
echa a correr escaleras arriba.
—¡Ni de puta coña! —digo a grandes zancadas tras ella.
Es rápida, lo es y pese a que el precioso balanceo de su
trasero podría haber llegado a distraerme, no lo logra. Estamos a mitad de
camino cuando la adelanto y consigo entrar antes en la clase. La escucho
chillar a mis espaldas y para cuando me siento en la bancada, ella está en la
puerta resollando. El color castaños de sus iris se ha intensificado y
compruebo que tiene la cara roja por el esfuerzo. Le guiño un ojo y disfruto
del momento.
Ella se aproxima paso a paso, lenta, felina. Alza la cabeza
y, con una elegancia admirable, toma asiento detrás de mí. Un escalofrío me
recorre la columna vertebral, no sé si es tan buena idea tenerla justo detrás.
—Eres gilipollas. —Somos interrumpidos. Dejamos de mirarnos
y vemos entrar a Biel en clase con una enorme mancha de café en su camiseta—.
Completamente gilipollas.
Jimena intenta contener la risa, pero veo por el rabillo
del ojo cómo todo su cuerpo se estremece.
—Illo, lo siento —me disculpo—. Aunque así visto
parece que es parte del diseño de la camiseta.
La pelirroja ahora no se corta y empieza a reírse a
carcajadas. Biel me lanza la mirada de odio a mí y no a ella.
—Coño, Jimena, ¿a Biel también? —dice Lola entrando en el
aula.
—Esta vez no he sido yo —se defiende ella.
—¿Tú también te vas a quitar la camiseta, rubiales?
Mi amigo no contesta, solo coge y se sienta en su sitio.
—Me debes una muy gorda.
Cinco minutos después sigo disculpándome con Biel y
nuestros amigos siguen sin creerse que me haya dado el carrerón de esta mañana
solo por quitarle a la pelirroja el sitio.
Doña Claudia, la Urraca, no tarda en aparecer con ese porte
regio que a todos nos hace caer en un profundo silencio. Es muy de la vieja
escuela, de dictar y querer que aprendamos de memoria, un hecho que mi cabeza
no soporta y a la cual esperaba no tener que enfrentarme este año. Malditas
elecciones de grupos y malditos grupos.
—Alumno que no esté sentado cuando yo llegue a mi
escritorio, alumno que suspenderá de manera automática el semestre —advierte
tan alegre como siempre. Contemplo el apretado moño marca de la casa y se me
escapa un gruñido de fastidio.
Agarra una tiza y empieza a escribir en la pizarra, sin
importarle para nada el chirriar que hace, diría que hasta disfrutándolo.
—Empezaremos con la poesía española en el siglo XVIII
—anuncia con voz de pito—. Como ya deberían saber a no ser que sean una panda
de ignorantes, el siglo XVIII es el de la Ilustración. Un movimiento nacido en
Francia…
Desconecto. Mi cerebro no puede con el aburrimiento y
aunque tomo notas para no quedarme dormido, no me estoy enterando de nada.
Hasta que la mirada de Doña Claudia me atraviesa y me congelo. Sin embargo, no
me mira a mí.
—¿Quiere ir al baño, señorita?
—No —responde. Por supuesto que tenía que ser ella.
—¿Es una pregunta? —Parece genuinamente perpleja.
—Sí. —El tono de Jimena no llega a ser pedante, pero poco
le falta. Me muevo en el asiento para que la profesora no vea la sonrisa que se
me planta en la cara.
—Adelante —dice y solo entonces la madrileña habla.
—He visto la programación y veo que no hay poetisas entre
los nombres que vamos a estudiar.
Me giro para mirarla, porque esto se va a poner
interesante. Ella sigue con la vista fija en la profesora, pero la forma en la
que su mano se cierra alrededor del bolígrafo me hace ver que se ha puesto
nerviosa.
—Hay poetas que merecen ser estudiados y…
—Lo sé y no me quejo de eso, sino que de los doce autores
que vamos a estudiar no hay ninguna mujer.
La tensión se palpa en el ambiente.
—Eso es porque hay una asignatura que…
—Sí, Literatura Española y Mujer, la voy a cursar el
semestre que viene, aun así, lo que quiero decir es que hay poetisas como por
ejemplo la propia María Rosa Gálvez que tiene en esta universidad un aulario y…
—¿Su nombre? —la corta abruptamente.
—Jimena Miró Ruiz —contesta. Y debo admitir que me encanta
que siempre se presente con los dos apellidos.
—Señorita Miró, si ya tiene una asignatura destinada a
estudiar a mujeres, ¿por qué cree que deberíamos hacerlo en esta que se centra
en la poesía?
—Porque opino que el problema está en tener que destinar
una asignatura en exclusiva a ello. Si se hiciese de manera correcta,
deberíamos tener referentes de ambos géneros, ¿no cree? —Alguien silba por el
fondo.
—¿Me está diciendo que mi programa está mal?
—No que esté necesariamente mal, solo que…
—Señorita Miró, si tiene problemas con la programación,
háblelo con el vicedecano, pero deje de interrumpir mi clase y la educación de
sus compañeros.
Jimena aprieta los
dientes, aunque no replica. Me hubiese gustado que lo hiciese, me gusta cuando
se pone brava, pero es demasiado lista como para verse vencedora ante Doña
Claudia. Nos miramos durante un segundo, uno solo y el fuego que hay en ella no
me asusta, me intriga aún más.
Tras un par de minutos, volvemos a la normalidad, como si
la pelirroja (o más bien peligrosa) no hubiese intentado su propia revolución.
Y a la hora del cambio de clase, Doña Claudia le lanza un par de miradas y se
marcha.
—Tía, te gustan las emociones fuertes. —Escucho que le dice
Lola.
—Solo era una pregunta, se lo ha tomado como un ataque
personal.
—No le des importancia, ella es así —la calma Emma.
Unos minutos después las veo salir por la puerta hablando
entre ellas.
—Mala idea.
—¿Qué? —le replico a Alex.
—Que es una mala idea.
—¿El qué?
—Poner la mira en ella.
—No jodas, ni de coña. ¿Has visto cómo se ha puesto con la
Urraca? —digo refiriéndome a nuestra profesora—. Sé de sobra que sería un
problema.
—Y a ti los problemas te gustan demasiado.
—Me metí en filología porque los odio —rebato con un
movimiento de cejas. Él se ríe y lo deja pasar.
—¿Sigue en pie lo de esta tarde? —pregunta Biel.
—Claro.
—Aviso a Dylan, entonces.
* *
*
—¿No podríamos haber quedado cuando el sol no abrasase? Con
este calor se me van a deshacer las zapatillas, coño —se queja mi mejor amigo.
—Por Dios, no puedes ser tan señorito. Ahora nos pillamos
unas cervezas y verás como todo se te pasa. Es que si venimos más tarde nos quedamos
sin sitio, que aún hay mil de turistas.
—Ahí le tengo que dar la razón a Elio —me apoya Dylan.
—Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes escaparemos de
este calor de mil demonios —apremia Alex.
Caminamos por Larios, atravesando la famosa calle para dar
con uno de nuestros bares de confianza cuando mis ojos captan algo tras el
cristal de uno de los escaparates.
—No puede ser…
—¿Qué pasa? —preguntan los tres a coro.
—Mirad a quién tenemos ahí.
Dirigimos la mirada hacia el mismo punto. Se pasea de un
lado a otro de la tienda con la que parece ser la supervisora y puedo
comprobar, por la forma en la que tensa los hombros, que está nerviosa. Va
entera vestida de negro y al girarse, compruebo que tiene sobre la parte
izquierda de su pecho una insignia. A esta distancia no puedo comprobar qué
pone, pero estoy seguro de que es su nombre. ¿Trabaja Jimena en la tienda? Si
tuviese que apostar, diría que sí, porque no para de asentir a su
interlocutora.
—¿Es la pelirroja que te tiró a la piscina? —inquiere
Dylan, no muy seguro.
—¿Miró? —dice Biel entrecerrando los ojos.
—La misma.
—Esa mirada —señala Alex—. ¿No decías que nada de
problemas?
—Y Jimena no es un problema, pero me debe una camiseta, un
chapuzón en la piscina y un par de cafés.
—Pero será desgraciado, que el café me lo has tirado a mí
esta mañana.
—Lo mismo es.
—Si vas a ir a tocarle los cojones, nosotros nos vamos
—anuncia Biel. Alex y Dylan lo miran, no muy convencidos al principio, pero
ceden.
¿Debería dejar de lado la oportunidad de molestar a Jimena e
irme con los chicos a por esa cerveza o aprovechar y sacarla un poquito de quicio?
Solo un poquitín…