Distancia Focal: Capítulo 5. La corbata
En su momento me dije que nunca más volvería a trabajar en
una tienda de ropa, pero cuando tienes experiencia demostrable en el sector
desde los dieciséis y tres cartas de recomendación de antiguos jefes, son las
únicas empresas que parecen querer llamarte para ocupar sus vacantes. Bueno,
eso y que resulta que mi hermana Julia también trabaja aquí a medio tiempo e
insistió en que me presentase a la candidatura.
Pese a mi reticencia inicial en caer en la trampa, he
accedido. Papá aún no tiene casi clientes y sí, es cierto que siendo
informático le llegan algunos a través de su página web, pero su cartera de
contactos en Málaga es más pequeña que el top que sostengo ahora mismo
entre mis manos.
—Aquí somos todos una gran familia —me repite la encargada
por quinta vez. En los primeros diez minutos de conversación he podido darme
cuenta de lo perfeccionista que es y de la necesidad constante que tiene de que
todos hagamos las cosas según las normas—. Si necesitas algo o tienes dudas,
pregunta a cualquiera. Nunca está de más asegurarnos para no cometer errores.
—Claro, Claudia, descuida.
—Y no olvides nuestro primer mandamiento: «el cliente
siempre tiene la razón hasta que nos agreda verbal o físicamente». Tú intenta
siempre sonreír y no caigas en sus provocaciones. El año pasado tuvimos que
despedir a uno de nuestros trabajadores por un pequeño problema que tuvo con
una clienta y los de arriba nos tienen bajo foco.
—No habrá problema, soy una persona muy paciente.
—Con que seas la mitad de paciente que tu hermana, creo que
nos bastará.
Intenta que suene como un halago, sin embargo, soy capaz de detectar ese tono de reproche ante la pasividad de Julia. En ocasiones peca con su inmovilismo, pero es que mi hermana es todo templanza. Si en esta vida hubiese más personas como ella, seguro que nos iría mejor.
—Te muestro cómo van las cosas en los probadores y te
quedas la primera hora en ellos tú sola, ¿podrás? —inquiere enarcando las
cejas.
—Puedo intentarlo —respondo con voz dócil.
—Esa es la actitud.
Claudia no me descubre nada nuevo. No obstante, no la
interrumpo y dejo que me lo explique todo, asintiendo cada pocos segundos para
que vea que le presto atención. Mi primer mandamiento en el trabajo es:
«siempre hazte la tonta». En el instante en el que un jefe ve potencial en ti,
estás perdido en horas extra sin pagar. Lo suyo es hacer el mínimo esperable.
Trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Ese sería mi segundo mandamiento.
—Genial, pues te dejo solita y cualquier cosa ya sabes que
estamos en el canal tres —explica refiriéndose al walkie.
—Gracias, Claudia.
No tardan en llegar un par de clientas que pretenden pasar
con más prendas de las debidas y les explico, con esa sonrisa tan falsamente
impostada que he perfeccionado con el paso de los años, que no pueden. Una se
disculpa, la otra amenaza con sacar las uñas, por lo que decido guardarle las
prendas en uno de los burros y llegar a un acuerdo en el que pasará en dos
turnos distintos, siempre y cuando no haya más gente que quiera probarse ropa.
Pasados unos minutos me sorprendo al escuchar una voz
masculina. Soy demasiado lenta como para reconocerla y, con el chip de
dependienta puesto, lo primero que le suelto al girarme es un muy amable y
sonriente:
—Buenas tardes, ¿cuántas prendas serán?
—Muy buenas tardes, señorita. Serán cinco.
—¿Qué coño haces aquí? —La fachada se me cae. ¿En serio? ¿Tenía
que aparecer este tío? ¿No he tenido suficiente de él durante toda la semana?
—Pero, señorita, ¿qué son esos modales con un cliente?
—Chasquea la lengua y veo en su sonrisa lo mucho que va a disfrutar de esto—.
¿Dónde está tu encargada?
En un movimiento rápido lo agarro del brazo y sé que puede
ver el pánico en mi cara. No solo por el hecho de que podría terminar perdiendo
el trabajo, sino que perjudicaría a Julia.
—Cinco prendas ha dicho, perfecto. Tome este llavero y pase
al probador del fondo.
—Oh, qué amable, aunque debería sonreír más.
Sé que lo dice a propósito, sé que me está buscando con el
maldito comentario; pero no voy a gritar, no voy a enfadarme. Tomo aire y
sonrío más ampliamente, llegando a enseñar mis dientes.
Elio avanza y se cuela en el primer probador y no en el que
le he mandado. Menudo capullo. Toma la gruesa cortina y cierra. Aprieto mis
manos, clavándome las uñas en las palmas.
Intento distraerme atendiendo al resto de clientela, pero
cuando sale sé que va a tocarme las narices. Lo sé por ese estúpido ademán que
conquista su rostro y ese brillo travieso de sus ojos verdes. Sería atractivo
si no fuese tan gilipollas.
—¿Tienes complejo de Jacob Black? —pregunto con el tono más
despectivo y a la vez educado que puedo. Es difícil, pero ahí está esa mezcla
perfecta que tan bien manejo.
—¿De qué? —Lo pillo por sorpresa y eso me gusta. Ahora soy
yo la que sonríe de medio lado y cruzo los brazos sobre mi pecho.
—Lo de estar todo el día sin camiseta —le aclaro.
—Es algo que solo me pasa cuando estoy contigo.
Maldito en todos los idiomas. Es que siempre tiene la
respuesta correcta.
—Si me disculpas, voy a vomitar.
—Antes de eso, señorita —me llama. Como vuelva a decir
señorita le clavo una percha en el ojo—, necesitaría otra talla de este
pantalón.
Me tira la prenda a la cara y me la quito con un gesto de
impaciencia. Respira, Jimena, respira.
—¿No consigues rellenarlos? —ataco.
—Todo lo contrario…
—Eres un cerdo.
—Y tú una malpensada —rebate alzando la cabeza y pasándose
la lengua por sus gruesos labios—. Es que tengo muchos muslos… y un buen culo.
No lo puedo evitar y pongo los ojos en blanco.
—Tienes tanto ego que resulta enfermizo, ¿lo sabías? No
eres tan guapo ni estás tan bueno. Bájate de la nube.
—No me gusta nada el trato que estoy recibiendo, señorita. —Controlar
mi instinto asesino empieza a ser mi prioridad número uno—. ¿Dónde está su
responsable? A lo mejor tengo que poner una reclamación.
Como si sus palabras la hubiesen invocado, Claudia aparece por
el pasillo y yo decido saludarla ligeramente con la mano, alentándola a pensar
que todo va bien. Ella responde con un gesto amable y mueve la cabeza en señal
de conformidad.
—Luque, es mi primer día y necesito el trabajo. Deja de
joderme, te lo pido por favor —respondo fingiendo una sonrisa que me arde en la
cara.
Él se queda de pronto muy serio. Aunque un segundo después
vuelve a él esa mueca de malicia.
—¿Vas a comisión?
—¿Qué?
—Que si vas a comisión —repite poniéndose una camisa blanca
con lentitud.
Mi mirada me traiciona y contemplo con demasiado interés
cómo sus músculos se estiran y contraen con el movimiento. Al elevar la mirada
a su rostro, me doy cuenta de que estoy tardando mucho en responder.
—No, es una multinacional, gano el sueldo mínimo.
—Una pena —dice colocándose una corbata verde esmeralda
alrededor de su cuello. Esta vez me fijo en sus dedos y en cómo intentan
ejecutar el nudo, fallando estrepitosamente.
—Dios santo, quita, déjame hacerlo.
Me lanzo y retiro sus manos para empezar a girar la tela y
hacer un nudo de corbata simple. No me pasa desapercibido el cómo Elio recorre
mi rostro. Tengo miedo de que sea evidente para él que me estoy poniendo roja
bajo su escrutinio y espero que mi pálida piel no me esté delatando.
—Qué mañosa eres. —Su voz está más ronca que hace un minuto
y su aliento roza la punta de mi nariz y me hace cosquillas.
Por respuesta aprieto la corbata sobre su garganta.
—Juro que podría ahorcarte.
—No sabía que te iba el sexo duro —responde con la voz aún
más grave. Dudo de si por haber apretado o por la idea del sexo.
Aprieto más y él termina por poner una de sus manos sobre
la mía para que me aparte de él.
—Te he dicho que no estoy para juegos, Luque. De verdad que
necesito el curro. Jódeme todo lo que quieras en la universidad, pero no aquí y
no hoy.
Me asusto al ver que tenemos a Claudia pegados y me quedo
en blanco cuando ella pregunta con esa vocecita:
—¿Todo bien por aquí?
Miro a Elio. Él está centrado en mi encargada y tiene ese
gesto en el que sus ojos se entrecierran un poco y sus labios se curvan hacia
arriba con elegancia y chulería. Mi respiración se acelera, temerosa.
—Todo perfecto… Jimena, es Jimena, ¿verdad? —dice buscando
la placa que lleva mi nombre sobre mi pecho. ¿Cómo puede actuar tan bien? Yo
asiento, falta de palabras—. Me está ayudando y está siendo muy paciente con mi
indecisión.
—Oh, entonces sigue con el asesoramiento. Yo voy a llevarme
esto para despejar un poco el mostrador.
Claudia me guiña un ojo con disimulo, agarra un montón de
prendas y se marcha. Suelto un suspiro.
—Bueno, me debes una.
—¿Que te debo una? ¿Me pones en un aprieto y soy yo quien
te debe una? —La idea de ahorcarlo de verdad empieza a inundar mis
pensamientos. A la mierda controlar mis instintos asesinos.
—Tu supervisora está encantada contigo, ¿has visto? Ahora
se fía de ti y es todo gracias a mí.
—Eres insoportable. Vete ya de aquí.
—Voy a cambiarme —dice. Pero antes de entrar en el probador
se gira—. No se te ocurra espiar, que seguro que es otro de tus fetiches.
—He apretado demasiado el nudo, te has quedado sin oxígeno
en el cerebro. —Él responde con una carcajada grave, áspera y juguetona—. Lárgate
antes de que cometa un homicidio —lo amenazo cuando empieza a reírse.
Subo las escaleras de casa y me la encuentro regando las
plantas. Su figura se recorta con la luz de la terraza y sonrío relajando por
completo el rostro. Es una imagen que me reconforta y que me recuerda que hace
unos años pudimos perderla, pero que no fue así y sigue aquí.
—¿Elio?
—Sí, soy yo, mamá.
Me acerco a ella y la abrazo con cuidado, pero con firmeza.
Apoyo la cara en el turbante que envuelve su pelo y respiro su perfume de rosas.
—¿Qué tal lo has pasado con los chicos?
—Muy bien.
Aguanto una risa al recordar las primeras horas de la tarde
en la tienda con Jimena. Rememoro el instante en el que la frustración ha
podido con ella y, pese a que sé muy bien que no soy una de sus personas
favoritas en este mundo, no lo ha podido evitar y me ha ayudado con la corbata.
Se me eriza la piel del cuello al pensar en cómo se ha
concentrado en anudarla. Lo reconozco, es una tocapelotas listilla, pero es
guapa. Me he perdido en el mar de sus pecas y he querido buscar constelaciones
en ellas.
Un momento… ¿Qué ha sido eso?
Las cinco cervezas, seguro que han sido las cinco cervezas
de después. La cursilería barata no es lo mío. Aunque, la forma en la que su
nariz se movía con el enfado y cómo sus ojos se han centrado en el nudo para no
mirarme…
—¿Qué es eso que traes? —vuelvo a la realidad con la
pregunta de mi madre.
—Nada, me he comprado una corbata.
—¿Una corbata? ¿Tú?
—Sí, bueno… Quería algo diferente.
Ella me analiza con sabiduría maternal, pero no añade nada
más. Pasamos dentro de la casa y me encuentro a mi padre en el sofá, viendo la
tele.
—Buenas noches, papá.
—Hola, hijo —contesta con una enorme sonrisa—. ¿Cómo ha ido
el día?
—Uno más.
—Uno menos —escucho a mi hermano decir a mis espaldas.
—No me gusta nada ese pesimismo, Mateo —lo riñe mi madre,
que toma asiento junto a mi padre y observo cómo este la pega a él y pasa un
brazo por encima de sus hombros.
No soy el único que aprovecha cualquier instante para
tenerla cerca y mucho menos después de casi perderla. Aunque yo tuve aquel
momento de…
—¿Has revelado las fotos del otro día? —inquiero al ver que
tiene entre las manos la foto de la modelo rubia.
—Eh… sí —responde con nerviosismo—. Dos de las modelos no
paraban de insistir con ello. Al final he revelado todas.
—Es un buen trabajo —digo apreciando el detalle de la foto.
Es alucinante lo que hace mi hermano con la cámara.
—Es una buena modelo.
Tuerzo el gesto. Y dale con la modelo rubia… Es que no
aprende. Exhalo con cansancio y decido que por hoy he tenido suficientes
peleas. Aunque tengo clara una cosa: Mateo no va a terminar cayendo con la
modelo rubia. Pienso encargarme de ello.
Por suerte, esta preciosa mañana de sábado no la tengo que
pasar en la tienda, pringaré esta tarde, pero al menos puedo disfrutar de la
brisa marina de finales de septiembre y de los últimos coletazos del verano.
Lola me ha enviado esta mañana un mensaje al grupo que ha
creado con Emma y conmigo. Me proponían quedar con ellas para los «nueve
baños», sea lo que sea eso. Tras la insistencia de mi hermana y mi padre de que
no me iban a necesitar, he aceptado y aquí estoy.
La arena acaricia mis pies y por un breve instante siento
una libertad plena. Supongo que es efecto de la cercanía del mar. Conforme me voy
acercando al lugar que Lola me ha indicado, mis pasos se hacen más lentos.
¿Es él?
Mi corazón da un pequeño saltito. Lo contemplo con atención
para comprobar que sí, es el chico de la casa de Machado, Ginés. Está sentado
con un libro entre la sombra de un par de palmeras. Debe notar mi mirada porque
eleva la cabeza y nuestros ojos se cruzan. Él sonríe abiertamente,
reconociéndome.
A mi teléfono llega un mensaje de Emma preguntando si me he
perdido y necesito ayuda. Alzo de nuevo el rostro y el chico está ahí, con su
cabeza me hace una invitación a acercarme.
¿Qué debería hacer? ¿Aproximarme a Ginés o seguir mi camino
para encontrarme con las chicas?