Distancia Focal: Capítulo 8. Uno, dos y...

 

Hoy llego con la hora justa. Me he quedado dormido después de todo el trajín de esta semana y me he encontrado corriendo por Málaga para poder pillar el bus. No sé si es el cambio de estación o de mes lo que me tiene con este mal cuerpo. Aunque no debería engañarme, lo que me tiene así ha sido Ginés. Pese a que llevamos tres años en la misma facultad, rara vez nos solemos cruzar. Y ahora no solo resulta que estuvo en la fiesta de Machado y que aquello no fue una alucinación, sino que encima conoce a Jimena.

Aprieto con fuerza los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos. No quiero que se acerque a ella. La ira se apodera de mí. Sigue teniendo tanto poder, que a veces me asusta. ¿Cómo es posible? ¿Cómo después de tantos años? Sencillo: porque confiaba en él. Confié ciegamente en él y eso trajo sus consecuencias, no solo para mí.

El ruido de voces que sale de la clase me adelanta dos cosas. La primera, que aún no ha llegado nuestro profesor; y la segunda, que Machado está liando alguna de las suyas.

—Si queremos irnos a Riviera Maya o Punta Cana hay que empezar a hacer bote ya de ya —explica colocado delante de la pizarra.

—¿No podemos irnos a algo más cercano?

—Y barato.

—¿Por qué no Canarias? Es un paraíso y lo tenemos aquí al lado —sugiere Lola.

Me meto en la clase y me siento a su lado, porque, por supuesto, Jimena me ha quitado el sitio. Sonríe de manera altiva al ver que no reclamo. Tiene suerte, porque si tuviese que irme una fila más atrás no vería nada sin mis gafas y paso de llevarlas en público.

—¿Canarias? —cuestiona con una mueca de disgusto nuestro compañero.

—Perdona, pero es el paraíso y encima tiene un montón de maravillas declaradas como patrimonio de la humanidad por la Unesco —reclama ella. Agitada por el desplante.

—¿En serio no vamos a cruzar el charco en nuestro viaje de graduación? —alega uno de los que se sienta por detrás. Siendo sincero, desconozco su nombre.

—Alguien que me entiende.

Se genera una discusión sobre el destino que debemos elegir para el viaje. Unos que si México, otros Puerto Rico, Argentina, China, Japón, República Dominicana… Lola sigue insistiendo en que Canarias o las Baleares no tienen nada que envidiar, y, entre todo el caos, Jimena se pone de pie.

—¿Por qué no esperamos a ver lo que recaudamos y luego decidimos?

Habla con la voz clara, alta, pero sin ser estridente, con tanta autoridad que todo el mundo se queda en silencio y solo se oyen lejanos murmullos.

—Vale, la pelirroja tiene razón. Y como tiene razón, vas a ser mi mano derecha y me vas a ayudar con la organización —sentencia Machado.

—¿Qué?

—No pretenderás que lo haga yo todo.

—Pero… yo no…

—De momento las ideas que tenemos sobre la mesa son: papeletas para el sorteo de Navidad y la fiesta de Halloween. Id pensando más cosas. De la fiesta me encargo yo. Pelirroja, te toca conseguirnos los tacos para vender papeletas. ¿Habéis visto qué rápido?

—Espera, Machado, pero yo no…

Sin embargo, a Jimena de poco le sirve reclamar, porque justo entra Don Mauro por la puerta y arranca la clase. Ella no pierde el tiempo y veo que abre el navegador para buscar en Google imprentas. La risilla que sale de entre mis labios me delata.

—Ey, madrileña —la llamo.

Nuestro profesor va hacia la parte trasera de la clase mientras explica parte del temario sobre la novela rehumanizada de preguerra con José Díaz Fernández. Ella aprovecha este hecho para girarse y fulminarme con la mirada.

—¿Qué quieres? —rumia en voz baja.

—Puedo ayudarte.

En su frente aparecen un montón de arrugas y sus labios se tuercen en un gesto de asco y desconfianza.

—No necesito tu ayuda.

Se calla cuando Don Mauro parece avanzar hacia delante. Yo contesto entre susurros.

—Pero no seas cabezona, sé de alguien que podría echarte un cable.

Entrecierra los ojos.

—¿Por qué parece una propuesta indecente?

—Eres tú y esa atracción que sientes por mí. Todo lo que te digo te parece indecente.

Si las miradas matasen.

—Puedo arreglármelas sola.

—Tienes que conseguir los precios más baratos y sé quién puede dártelos en todo Málaga no seas…

Se gira y me da la espalda. Suspiro. Madrileña orgullosa. Y yo que pensaba que solo eran uno chulos en la meseta, pero veo que lo del orgullo también lo cargan.

Echo una mirada hacia Lola y otra hacia Emma, que han sido testigo de todo y que intercambian miraditas en silencio. Decido que lo mejor es centrarme en la clase y dejar a la obtusa de Jimena con sus papeletas en paz.

 

***

 

—Buenas tardes, hijo —me saluda mi madre entrando en casa.

Me rodea con sus brazos y yo la aprieto junto a mí. Huele a especias, seguro que lleva cocinando toda la mañana.

Desde que le dieron el alta hace un par de años, ha ido recuperando poco a poco gran parte de sus rutinas. Una de ellas es la de participar en el programa de ayuda a refugiados con comida casera. Son muchas las historias que a mi hermano y a mí nos ha contado desde pequeños sobre cómo sus propios padres huyeron de la inestabilidad en Guinea Ecuatorial.

De cómo viajaron hasta Reino Unido en donde tanto mi abuelo como mi abuela trabajaron tan duramente; de los años que pasaron en Francia y de la decisión de elegir Málaga como su último destino y sitio del nacimiento de mi madre, a la que llamaron Esperanza, porque nunca la habían perdido.

Es experta en relatarnos con una asombrosa capacidad teatral el cómo en cada país habían logrado avanzar gracias a la ayuda de voluntarios y personas caritativas y de que al final lo único que podía salvarnos a los humanos era la empatía.

Esa es Esperanza Asue. Una persona a la que la vida ha golpeado muy duramente por ser una mujer negra en un país mayoritariamente blanco, pero que ha criado a sus hijos en el más profundo cariño y amor por el resto.

Mateo tiene mucho de ella, muchísimo más que yo. Quizá porque yo he vivido de otra forma ciertos aspectos de ser mestizo, porque cuando empecé a ser consciente del racismo que sufría, no hice como mi hermano e ignoré los comentarios. Hice todo lo contrario.

¿Me arrepiento de no haber sido más calmado? ¿De no haberme tomado las cosas de otro modo? Confieso que no. Alguna cara he partido que se lo merecía. Aunque eso trajese consecuencias…

—¿Irás luego conmigo a repartir la comida? —me pregunta, sacándome de mi ensimismamiento.

—Sabes que sí.

Las comisuras de su boca se elevan en una enorme sonrisa y yo solo puedo imitarla.

 

***

 

 

He tardado casi una semana en aceptar la solicitud de Ginés y en mandarle una para poder cotillear su perfil. No voy a mentir. Esa ha sido la razón principal.

¿Por qué he tardado tanto? Porque fue decepcionante ver que el mensaje que me había enviado era un simple: «Te vi en la biblioteca»; seguido de un: «Espero que no te importe que haya revisado el perfil de Lola para localizarte», que me mandó al día siguiente.

No quiero que sepa que la curiosidad me mata por dentro y que el misterio Elio-Ginés me puede más que nada ahora mismo. Mi vena de investigadora ha salido a flote y en estos momentos me encuentro en el salón con mis abuelos, viendo un programa del corazón, mientras tengo el portátil entre mis piernas.

Lo primero que he hecho al ver que Ginés me había aceptado ha sido irme al principio de todo su perfil, a las primeras publicaciones de su feed. No ha sido tan infructuoso como cabría esperar, porque no, no me he encontrado ninguna foto con Elio, ni Ainara, Alex, Dylan o Biel. Pero… sí que me he encontrado una publicación de una cala en la que el perfil de Elio estaba etiquetado. Es de hace seis años y como pie de foto hay un escueto: «Contra viento y marea».

Pulso sobre la etiqueta con el usuario de Luque. Su perfil es público y, aunque no tiene demasiadas fotos, puedo observar que tiene bastante buen ojo para crear una buena composición.

La mayoría son instantáneas del mar, de las calles de Málaga, de lo que parecen paseos por alguna ruta o montaña, viajes, fiestas y solo un par de él. Me sorprende, para alguien tan vanidoso, pensé que su perfil sería una secuencia interminable de fotos en el espejo sin camiseta.

Estoy contemplando con detenimiento una en la que las olas rompen contra las rocas y en la que el detalle de las gotas de agua es fascinante cuando, de pronto, alguien me toca el hombro y sin querer le doy a la foto un par de clics.

NO.

NO.

NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO.

—Mena, estás tan embobada que no te enteras —dice mi hermana entre risas. Yo giro mi rostro y la contemplo—. ¿A qué viene esa cara de horror?

—¡Julia!

—¿Qué pasa?

No sé qué hacer. ¿Debería quitar el me gusta de la foto? Soy una pringada. Va a ver que le he estado cotilleando, encima la foto es de hace dos años.

MIERDA.

Calma, Jimena, calma. Déjalo. Si tiene activadas las notificaciones le habrá saltado ya en el móvil. Casi mejor que no toque más.

—¿Mena?

—Nada… no pasa nada. Me lo tengo bien merecido.

—¿De qué hablas?

—De que para la próxima vez tendría que hacerme una cuenta en exclusiva para cotillear.

Ella me mira sin entender y cierro el portátil.

—¿Ya has vuelto de la sesión?

—Sí —responde con una sonrisa.

—El otro día lo vi cuando vino a recogerte. Es un chico muy guapo —comento como quien no quiere la cosa.

Sé que Julia se pone nerviosa cuando hablamos de chicos, por lo que me pego a ella para que nuestros abuelos no se enteren y mantener la conversación en privado. Ella me contesta en un susurro.

—Mateo me hace sentir tan… en paz. Sabes que cada amor es distinto —cuenta ilusionada. Asiento—, pues este es tan pausado, tan tranquilo… Es como si su presencia me hiciese sentir…

—¿Segura?

Mueve la cabeza de modo afirmativo.

—¿Entonces estáis ya saliendo de forma oficial? —la chincho con un par de leves codazos.

—No, a ver… nos estamos conociendo.

—¿Os habéis besado?

Julia se pone roja como un tomate y carraspea en un par de ocasiones.

—No.

—¿No? —inquiero sorprendida.

—¿Tan extraño te parece? —La sombra de la duda oscurece su semblante.

—Curioso. No raro. Es que el otro día pude ver cómo te miraba y…

—¡Ya estoy en casa! —anuncia mi padre entrando en el salón.

Observo el reloj y veo lo tarde que se me está haciendo. Me levanto como un resorte del sofá, dejando la conversación a medias con mi hermana.

—Joder, llego tarde.

—Jimena, esa boca.

—Lo siento.

—¿A dónde vas con tanta prisa? —interroga mi padre que me analiza con inquina.

—He quedado con las chicas para ir a cenar y tomar algo.

Un par de leves arrugas aparecen en su frente y se frota la barbilla.

—Bueno, tened cuidado y abrígate, está empezando a refrescar.

—Claro, papá.

Lo beso en la sien al pasar por su lado y cojo las cosas antes de salir pitando para pillar el autobús.

Es jueves y eso en el ambiente universitario solo significa una cosa: botellón. Lo han ido avisando esta semana por los grupos de las distintas clases y, pese a mis reticencias iniciales, al final he accedido tras la insistencia de Lola y Emma.

Nos hemos tenido que ir a una zona apartada para poder escapar de los ojos de la policía y ahora mismo vamos por mitad de una calle en penumbra con una bolsa de hielos, nuestros vasos de plástico y las botellas de vodka con la mezcla que hemos pillado para las tres.

—¡Qué ambientazo! —chilla Lola eufórica al llegar.

Es un descampado plagado de gente universitaria reunida en pequeños grupos en los que el alcohol vuela de unos a otros. Generan tanto ruido que me pregunto si, a los bloques que hemos dejado detrás, llegará el sonido de la música de los coches, los gritos y las voces.

Acabamos viendo a un grupo de gente de clase y decidimos colocarnos no muy lejos de ellos. Estamos en mitad de todo el mogollón, por pesadez de Lola que se deja llevar por la música con su copa en la mano.

Llevamos casi una hora y el alcohol me hace mucho más sociable de lo que soy en la universidad, por lo que rápidamente nos anexionamos a varias personas. Incluso me encuentro con una chica de Madrid la cual me abraza entre lágrimas y con la que hablo largo y tendido sobre lo que echamos de menos de la capital.

—¿Te puedes creer que yo lo que más echo de menos es el agua? —me dice con un puchero—. ¿Tú sabes lo feliz que era yo bebiendo del grifo en mi casa? Y aquí no puedo.

—Debo confesar que yo también echo de menos el agua —respondo colgada de su oído—. Bueno, eso y el ambiente seco.

—¡A mí me lo vas a contar!

Tiene el pelo muy rizado y encrespado.

—Hablar tanto de agua me está haciendo darme cuenta de lo mucho que me meo. Dame un segundo.

—Hasta más ver, compatriota.

Me despido de la chica y me aventuro a inspeccionar el terreno para ver por dónde está orinando la gente. Figuro que lo harán por la zona más oscura, probablemente llena de matorrales. Estoy a mitad de mi aventura cuando escucho un nombre que me hace andar más lento.

—¿Habéis visto lo guapo que está hoy Luque?

Puede haber miles de personas que se apelliden así en Málaga, pero mi intuición me dice que se están refiriendo a él. Lo busco. Está a unos metros de ellas y casi pareciese que se han colocado en una diagonal despejada para observarlo.

La luz naranja de las farolas lo ilumina. El pelo, con sus rizos más largos que hace unas semanas, cae sobre su frente y oscurece su mirada. Tiene la barbilla alzada en un gesto altanero que marca su mandíbula y deja al descubierto una sonrisa pícara. Vaqueros, camiseta blanca y una chaqueta de cuero. Sin duda… el tío más prototípico que me he encontrado en mi vida. Insoportablemente wattpadiano. Y aun así… no puedo negar que entiendo muy bien la fascinación que crea en el grupo. Es algo magnético.

Abro con sorpresa los ojos al ver que me ha pillado. Me mira fijamente y sabe a la perfección que lo he estado examinando. Un pensamiento de pánico me atraviesa.

El me gusta de su foto.

Joder.

Debo alejarme, no quiero que me pregunte nada sobre ese puñetero me gusta. Retiro la mirada y sigo en mi misión. Ahora encima me meo más por los nervios. Me toma cinco minutos, horribles para mi vejiga, encontrar una serie de setos tras los que mear.

La cosa va a ser localizar a las chicas. Pruebo con un mensaje para ver si así resulta más sencillo, aunque dudo que estén pendientes de sus móviles. Estoy pendiente del teléfono, mirándolo con el ceño fruncido y mi copa casi vacía en la otra mano, en el momento en el que una espalda choca conmigo.

—¡Pero serás idiota! —berreo enfadada.

—¿Jimena?

—¿Ginés? —La tonalidad de mi voz cambia por completo.

—La chica que ignora mis mensajes de Instagram —acusa con una mueca rompedora que me hace prestarle mucha más atención.

—Tampoco ha sido eso, es que… ha sido una semana intensa y…

El azul de unas luces nos ilumina. Las sirenas empiezan a sonar por todas partes. Me giro para comprobar lo que ocurre.

Es una redada de la policía. Mi cabeza regresa a Ginés, pero ya no hay ni rastro de él. No es el único que ha empezado a correr y huir del descampado. Y yo, en vez de hacer lo más lógico, que sería correr en dirección contraria a la pasma, me precipito hacia el centro del solar para buscar a Emma y Lola.

—¿Se puede saber a dónde demonios vas? ¿Eres tan tonta que vas a entregarte? —Es Luque.

—¿Qué coño dices? ¡Voy a por mis amigas!

—Puedo asegurarte que Lola y Emma estarán ya a medio camino de sus casas.

—¡Policía local! ¡Alto ahí! —gritan un par de agentes que nos deslumbran con unas linternas.

Me quedo paralizada durante un instante.

—Agárrate de mi mano y a la de tres vamos a salir corriendo. ¿Me has escuchado, Jimena? —No me muevo, ni pestañeo. ¿En serio vamos a salir corriendo delante de la policía? No sé si tengo tanto fondo como para que no me cacen. Quizá si hablo con ellos puedo ahorrarme la multa o pagarla ahora o…—. Jimena —vuelve a llamarme Luque. Miro sus ojos verdes, luego el destello de las linternas—. Uno. Dos. Y…