Que el año 2022 ha sido (al menos hasta la fecha) el peor año de mi vida no es ningún secreto.
¿Cómo de malo ha sido?
Lo suficiente como para poder calificarlo del peor año de mi vida, lo cual puede parecer un acto de absoluta ingenuidad con mi juventud (lo pongo en cursiva porque para gran parte de la sociedad el estar a dos meses de los 30 años hace que ese concepto se elimine de mi definición), pero que de momento se ha ganado a pulso, un pulso puñetero que minó mi salud mental a tal extremo que tuve que pedir ayuda.
Bueno, no me las voy a dar, no la pedí, me vi obligada a aceptarla cuando en el período de una semana me dieron tres ataques de ansiedad tan grandes que terminé en urgencias medicada porque pensé que me moría.
Sin embargo, este no es un post hablando de la importancia de pedir ayuda, ni de la salud mental; no, este es un post de cierre de año y de inicio del siguiente.
Sí, ya lo sé, hace días que estrenamos el 2023, pero los cierres de año creo que es mejor hacerlos después de las fiestas navideñas. ¿Por qué? Por el hecho indiscutible de que al final el pensamiento de estar en un nuevo año no arranca hasta que no volvemos a la rutina.
Si echo la vista atrás, comencé el 2022 con muchas ilusiones puestas en lo que podría ser el año, en las aventuras que quería llevar a cabo, los viajes, los nuevos retos; pero entonces llegó febrero y el gran parón.
O más bien el Gran Parón.
Así, como si fuese una guerra; bueno, como si fuese no, como lo que fue: una Guerra Mental.
Me convertí en el fantasma de lo que un día fui.
Pasé de ser la pizpireta Silvia a la depresiva Silvia.
Necesitaba huir de lo que acontecía en mi cabeza, de los pensamientos, de los reproches que vertía sobre mí misma por no haber sido lo suficientemente fuerte, de las rutas a callejones sin salida que había en mi mente, de las pesadillas; y también de lo que había fuera: las caras de pena, la preocupación, la necesidad de que estuviese bien, de los ¿qué tal hoy?.
Y me encerré en el gris oscuro, el más oscuro que había presenciado hasta el momento, rozando el negro con las yemas de mis dedos.
Lo bueno del gris es que aunque sea un 90% negro, tiene blanco.
Y de ese 10% que me quedó blanco un 9% fue la gente que me rodeó, pero ese 1%, ese 1% que me salvó fue el blanco del papel.
No hablo solo de los libros, hablo también de la pintura, del dibujo, de la escritura... de la mera posibilidad de crear algo de cero, del mejor de los blancos: el blanco de una idea, de un sueño, de una pequeña mecha.
Con el mejor de los blancos, vino entonces el mejor negro sobre blanco que existe: las palabras.
Tanto las escritas por otros, como las que sangraron mis dedos. Las palabras y su magia, su capacidad de crear nuevos mundos, de alterar en el que vivimos; las palabras que lograron definir lo que me pasaba, aquella retahíla de pensamientos que fluctuaba sin un orden concreto y que estaban acabando conmigo.
Del 2022 me quedo con ese 10% constituido en su mayoría por personas, pero que me hizo respirar con sus letras. Podría darle las gracias al año que dejo atrás, no obstante, prefiero no hacerlo y guardarle algo de rencor, pese a que en su final mejoró mucho y ha hecho que arranque parte de este 2023 con la ilusión restaurada, de nuevo, gracias a las personas y a las letras.
Al 2023 no le pido grandes cosas, no me hacen falta. Me quedo con las pequeñas y con la posibilidad de que mi gris gane algunos puntos de blanco, que deje de ser tan gris oscuro y sea un poco gris perla, que brille entre los toques amargos.
Lo que le pido al 2023 es más letras negras sobre blanco y este es el primer paso y testigo de lo que me propongo.
Con amor,
S.
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